La identidad tiene únicamente de real la diáspora. Siempre supone estar aquí y no estar aquí, ser y no-ser: supone una dulce (Heinrich W. Schäfer) levedad del ser, cargada por la ternura que porta la mirada de los ancestros, ya disgregados en el viento cual espíritus, cual identidades sometidas a la eternidad de un no-ser apacible e infinitamente tolerante al que le es del todo imposible la violencia del miedo, y sólo le queda el nombre que susurran a veces los sauces al atardecer, cuando aparece la primera estrella.
Solamente al no-ser de los muertos (instituido en la memoria infinita del mundo) les está prohibido de manera radical el miedo, porque su identidad es eterna precisamente en cuanto no-ser, en cuanto cosa instituida en la memoria, reflejada por la memoria de todos sus pasos y todos sus actos en las arenas del mundo y del tiempo.
La identidad es igual al viento en una vasija antigua rota por todos lados; y, no obstante, siempre vasija, cargada de escandalosa antigüedad: revela un pasado en cada uno de sus signos; pero también revela al mundo a través de los agujeros por donde discurre con inusitada turbulencia el viento. La identidad es decurso: nada le está prohibido porque todo le es posible.
La identidad en cuanto únicamente tiene de real el poder de un nombre que se fuga a cada instante, se mira sin ojos, y escucha sin voz las palabras que no pronuncia ninguna garganta. Para la modernidad esto es un contra-sentido. La modernidad desea la dureza de las cosas precisas, la impostura de la violencia que supone defender la identidad como si de un castillo medieval se tratase; y, por ende, rodea la identidad y rodea al sujeto de defensas erizadas de púas y pozos repletos de monstruos celosos que les resguardan como de si de la virginidad se tratase.
La modernidad detesta la diáspora, por lo que no construye caminos, sólo crea cercas y fronteras; y erige almenas e instituye vigías (Foucault), previendo paranoicamente todos los ataques posibles: contra todo lo que imaginariamente supone un potencial derrumbe. Y en esto es donde la modernidad precisamente se equivoca: todas las cosas se derrumban, porque siempre están levantándose y rehaciéndose: como las montañas, como los bosques, como las dunas del desierto.
La identidad como decurso sólo acepta la apelación de ser un proyecto y nada más. Como proyecto, nunca tiene un comienzo ni un final precisos, aunque sí consta de una volición, a veces precisa, a veces imprecisa, instaurada en la vida misma, que empuja a la persona hacia el terrible proyecto, nunca esperado, nunca elegido, de ser sujeto.
Este ser en el mundo, sin embargo, está cargado de levedad, de fragilidad: apenas comienza, muestra su porosidad, su escisión, su no-ser. La fragilidad, sin embargo, no puede asociarse con la “debilidad” o con la “fortaleza”. Estas son constataciones éticas secundarias, asignaciones ideológicas exteriores, impuestas por la relación con los otros, que escapan de una primera aproximación al problema psicológico y social en general de la identidad, como problema ontológico.
Para la identidad la diáspora es el único devenir posible. Al otro lado, su contrario, no es el no-ser, sino la nada como absoluta no-alteridad, para la que escapa cualquier posibilidad, cualquier potencia, cualquier sujeto. Ser y no-ser es ciertamente un dilema pero, a la vez y al contrario de la trampa de Hamlet (“ser o no ser”), es insoluble por tanto constituye la realidad más real de la identidad. Por ello, entre ser y no-ser no hay salida alguna, sólo decurso, devenir, proceso, mediante los cuales la persona en tanto sujeto y en tanto no-sujeto se afianza a las cosas del mundo tanto como se deja ir en el viento del devenir.
Como toda diáspora, el inicio y el final son imprecisos: en ese sentido, la identidad carece de mapas, aunque sigue algunos signos y responde al poder cultural del símbolo y, con él, a la insalvable determinación del lenguaje y, con el lenguaje, a la impronta de lo social.
© Maynor Antonio Mora (2011).
© Maynor Antonio Mora (2011).
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