Foucault tiene razón: hay que vaciarse de todo ser, de toda onticidad. Hay que desvanecerse. Hay que desaparecer y evitar la trampa de las “biografías” que nos nombran y nos llenan de fracturas positivadas, cual obelisco sobreviviente desde una inmemorial edad de piedra.
Hay que dejarse llenar por la presencia de las y los otros, disolverse precariamente en el evento inmaterial de la alteridad: fugarse cual fantasmas a mundos habitados por otros pueblos y por otras tribus, aún nómadas, nunca nominadas por el poder engañoso de “lo positivo”.
Sólo en este proceso de reconocimiento de la realidad radical de las y los demás, encontraremos, al fin, una razón para que nuestro tránsito finito por el mundo tenga algún mínimo de sentido en la eternidad de todas las cosas dichas, y en la eternidad objetiva del mundo.
Por todos lados, las y los otros se revelan. Ya la alteridad no tolera que se la mire con esa indolente indiferencia de un transcurrir impune a los hechos, o con la argucia de las palabras que la someten al poder establecido, a la fuerza, al dominio del sujeto.
En estos días, a principios de otro milenio, y en gran medida “un tiempo” completamente “otro”; pero, a la vez, tiempo pesadamente (más sólido que nunca) “moderno”, asistimos a nuevas rebeliones. Pero ya, sin la urgencia de un sujeto que conmine. Sin el avatar de una sujeción a un totalitarismo encubierto, que falazmente “orienta” el devenir.
No obstante, estas rebeliones de todos los días, se enfrentan a la maquinaria robótica del totalitarismo.
No en la forma de los terroríficos sistemas políticos imaginados por las anti-utopías, o vividos en la realidad por los pueblos de principios del siglo XX, bajo la forma del fascismo, el nazismo y el estalinismo.
Sino, todavía peor, bajo la forma, en apariencia inocente e ingenua de normalidades “transparentes”, de continuidades no disonantes, de correcciones políticas de toda especie, de “integraciones” abruptamente suturadas y aliviadas de toda diferencia; frente a las cuales, aparece un mundo “único”, asumido, a la vez, como “ser” y como “pensamiento”.
Las rebeliones actuales son rebeliones contra la arquitectura misma del sistema, contra el vacío esencial que nos envuelve con una mortaja de silencio cómplice y de impávido transcurso del sinsentido y la muerte vacía y estéril: muerte de la alteridad, muerte de la historia, muerte de la comunidad, muerte del planeta, muerte de la vida misma.
Marx también tiene razón: la historia humana es la historia de su auto-constitución como especie y como cultura. Sin el absurdo moderno de un sujeto que guíe un para sí, falsamente absorbente de las y los demás; es decir, sin el absurdo de un para sí que subjetive al mundo entero reduciéndolo a un ser imaginario, desplegado positivamente como “ave fénix”.
La dialéctica es un método, mediante el cual se revela no la positividad de un ser “en desarrollo”; sino, más bien, mediante el que ocurre un vaciamiento de toda esencia, de todo “ser”; vaciamiento mediante el cual se dispersa lo humano como evento social, como historia.
Ningún método (ni político, ni gnoseológico) puede, por lo tanto, portar esencias. Un método, únicamente, puede negar las esencias “pre-existentes”. Antes que Marx, incluso Descartes lo había intuido. Si toda dialéctica o todo método, se manifiesta como una permanente negación de la afirmación, repetida una y otra vez, hasta el infinito, sin positividad alguna posible, con ello desaparece la inmanencia avasallante del sujeto como “ser” imaginado por la modernidad.
Las personas, por lo tanto, caminan en la historia, ya no como “sujetos” o como “el sujeto”, sino como personas de carne y hueso, como rostros plena y simplemente humanos que se miran con la tibieza simple y llana de la comunidad. A partir de la mirada que se posa sobre las y los demás, todo se hace posible, incluso, ahora sí, el derecho al silencio, el derecho a clausurar las palabras que nombran torpemente las cosas...
© Maynor Antonio Mora (2011).
© Maynor Antonio Mora (2011).
La rebelión de la alteridad, ese primer acto asumirse afuera del texto, la palabra y otras positividades, control formol que taxidermiza vida con el objeto de someterlos al aparataje de las narraciones que sujetan, que se convierten en decurso y amable grillete sobre el "otro", esa instancia por definición huidiza e inabarcable en la palabra que la nomina, quizás como sugiere Maynor -o radicalizandolo y apropiandolo a nuestra forma- haya que reconocer en ese acto que es imposibilidad y desborde de lo otro la primera rebelión de la alteridad, lo desbordante de la alteridad a todo registro de lo representable -o digamos la precaria sostenibilidad de este- ante lo que se presupone en movimiento y la tectónica misma del sujeto
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