domingo, 18 de septiembre de 2011

Miedo, identidad y sujeto

                                                                (Goya: “Saturno devorando a sus hijos”)


             El miedo carece de objeto real. Esto es lo  definitorio de su propia “objetividad”.
Al carecer de objeto, la no-objetividad del miedo se devuelve “magnificada” como una “sobre-carga de identidad”, como un corto-circuito definitorio del sujeto como “solamente eso”.
Por lo tanto, el miedo no se define desde lo que se teme (siempre algo accidental e incapaz de “dañarnos” del todo); sino por una radical vacuidad, por la fisura que demarca precisamente ahí donde más duele: la integridad duradera y eterna de un “ser” imaginario instituido como identidad e impuesto por la modernidad.
Esta “identidad” instituye a la persona como “sujeto” y, por lo tanto, instituye a este sujeto como negación de una posible auto-constitución de las personas desde un “no-sujeto”; lo que es lo mismo: como negación de toda in-esencia, de toda fragilidad de la vida humana, de toda potencialidad de la persona más allá de los límites del sujeto, es decir y en última instancia, negación de toda alteridad.
El reino del miedo es, por ende, el reino de lo estrictamente imaginario: ese es el único dominio del miedo y, en consecuencia, su más “fiero” poder.
Pero, este ser imaginario que determina, no obstante, las columnas de la identidad desde dentro del sujeto, determina también el lazo social y, por lo tanto, como señala la sentencia de las ciencias sociales, se instaura como real “únicamente por sus efectos”, por sus consecuencias.
El miedo, aunque infra-ontológico y vacío, puede devolverse, cual efecto gravitatorio de un “agujero blanco”, carente él mismo de “materialidad”; pero, a la vez, cargado de “pesados objetos reales”; y ascender desde las entrañas de la identidad como un artificio (y nada más que un artificio) trans-ontológico hasta rozar violentamente los propios límites de ésta, establecidos por un no-ser totalitario y brutal, instituido en el extremo máximo de toda identidad, representado por la muerte; y desde ahí, definir los parámetros de la relación del sujeto consigo mismo, con el mundo y con los otros.
El sujeto moderno se decanta como huida “desde” (o como violencia “contra”) el mundo y “contra” los otros, y como aniquilación centrípeta de la persona en el ensimismamiento puro de una identidad absolutizada y carente de toda mirada, de toda alteridad.
El miedo es siempre estratégico: se oculta subrepticiamente hasta el momento propicio en que aparece como “otra cosa” que no se le parece nunca, por tanto esta “otra cosa” se constituye como un “efecto sustituto”; es decir, una cosa que pasa por otra que no existe, pero siempre caracterizada por una brutal “resistencia” a algo imaginado como completamente “no-ser” por la identidad.
Este “ocultamiento estratégico” se justifica en la vacuidad del miedo, y en su incapacidad para sustituir la identidad de forma completa, esto es, para alcanzar la absolutización real del sujeto y, no simplemente, el pavoroso dilema de una identidad auto-reducida a su propia y extrema mismidad.
El miedo se oculta como sub-conciente o como no-conciente; pero únicamente en potencia: aparece como una forma extrema de identidad ensimismada y absoluta que no tolera ninguna diferencia; como un conjunto de objetos que lo representan y lo sustituyen, cual escamas de un “galápago prehistórico” cuya coraza de queratina parece “impenetrable” a los ataques a la férrea necedad del sujeto.
Esto solo ocurre a veces; pero, esas pocas veces, se instituyen en la dialéctica del sujeto solipsista moderno: aquél que no tolera la presencia de fisuras en su propio rostro ni, por ende, la cualidad radical que le caracteriza: la de ser únicamente espejo del otro, la de la alteridad (Lévinas)
Toda identidad es corroída, devastada y fracturada por el miedo siempre desde dentro, aunque, a la vez, se muestra como absoluta fortaleza frente al mundo: cuánto menos posibilidad de subsistir tiene y más débil es, más “poderosa” se muestra.
Esta razón solipsista es la razón de la masculinidad patriarcal, la del “capitalista emprendedor”, la del militar, la del torturador, la del sádico, y la de todo aquel sujeto que cree que destruyendo al otro y a la otra, y destruyendo al mundo, preserva lo que desde siempre ha perdido, lo que nunca ha tenido, lo que nunca le pertenecerá: la soledad absoluta de la identidad, la condición extrema de un ser reducido todo a él mismo, la pureza de un yo infinitamente poderoso.
            Y aún así, puede ser que haya algo de real en el miedo. Pero no de la magnitud que las actuales sociedades “del terrorismo” nos plantean. Este mínimo de realidad proviene de la condición real de existencia de las personas, lanzadas al mundo como sujetos, entre el ser y el no-ser.
            Ya que entre el ser y el no-ser, se instituye la condición vital de las personas. Esta condición reclama el principio de libertad; pero, con él, también el principio del riesgo. Así como nada puede estar del todo dicho, tampoco nada puede estar del todo hecho. El horizonte de la vida humana es sólo un horizonte en el marco de lo posible, en el marco de la potencia.
            Frente a lo posible surge el riesgo, como condición intrínseca de esta fragilidad del ser, que puede decantarse hacia otros lugares, hacia otros mundos, hacia otros derroteros; y someternos, en algún momento, a un potencial peligro, a una potencial amenaza, a un potencial desbaratamiento del ser. Esto no es nada nuevo, y la especie en su conjunto (y todas las demás especies y cosas del mundo) lo ha experimentado a lo largo de su historia.
            El riesgo no se opone a la seguridad, sino que forma parte de ella misma. No puede haber seguridad sin entender la naturaleza riesgosa de la vida en el mundo; lo que es igual: sin reconocer que la libertad puede llevarnos a dónde nunca deseamos llegar. Por ello, el futuro se parece tan poco a lo que imaginamos. Reconocer esta fragilidad de la existencia, nos permite transitarla sin arrastrar el terror como si fuese un ancla.
            El riesgo, propio de la realidad, nos invoca y nos convoca a vivir en la alteridad del mundo. Nos invita a dejar de ser cosas sólidas y reconocernos, simplemente, como espejos del otro, como lugar donde se posa la mirada de las y los demás, como lugar que únicamente puede ofrecer solidaridad y nunca a sí mismo.

© Maynor Antonio Mora (2011).

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