jueves, 10 de noviembre de 2011

La fuga espectral de la realidad


                                                 Imagen de Eloina Prado en:
                                                 "Mi pequeño mundo visual",
                                                 http://nailoe.files.wordpress.com/2008/02/bola-roja.jpg


Flujo transcontinuo

La persona que vive en nuestro mundo, y metida de lleno en la modernidad, se instituye dentro de un flujo permanente de las cosas. Es lo que Bauman llama el carácter líquido de la realidad. La liquidez, como metáfora expresa, solo en parte, la sombra de nuestras vidas, atrapadas en una continuidad de eventos que no se detiene nunca, respecto de ninguna dirección, de ninguna dimensión ni marco de posicionamiento posible. Todo fluye, transcontinuamente, en tanto todo se mantiene siempre igual, como la superficie de un elástico o un globo, que aparenta moverse, pero que solo sufre una expansión topológica e imaginaria de superficie.
Para el sujeto, atrapado en esta realidad permanentemente movible, inaxial, fija pero nunca estática, todos los eventos carecen de horizonte; por tanto, se fugan siempre en un perpetuo desplazamiento de las escalas, las formas y los puntos de apoyo. Ya no contamos con viejos lugares a los cuales llegar, ni donde pernoctar. Nuestra condición no es, sin embargo, la de los pueblos nómadas, porque, a diferencia de éstos, nosotros nunca nos movemos, en tanto es la realidad misma la que jamás se detiene. Por ello, carecemos de hogar, de refugio, de la certeza de una frontera que defina la estabilización de nuestra subjetividad. Ante una realidad que fluye, inexorablemente, en todos los dominios y en todas las escalas posibles, incluso improbables, la libertad desaparece a favor de la fuga y la disipación de toda esencia.
Durante las décadas finales del siglo XX, se llegó a una certera crítica sobre la pérdida de certezas. La eclosión de la llamada posmodernidad, desde uno y otro lado de la crítica cultural, identificó, no tanto la destrucción de la certeza, sino el desdoblamiento axial de la misma. No es por otra razón, que la idea del collage se hizo notoria, axiomática y heurísticamente efectiva. El collage definió la condición cultural dominante, y no sólo artística o estética en sentido estricto. No se trataba, empero, de nada distinto, desde el punto de vista de una posible aparición histórica de un objeto novedoso, sino que lo novedoso, más bien, estaba en el señalamiento de un potencial evento de desarticulación de la lógica escalar moderna y, como consecuencia de ello, de la fragmentación y reordenamiento de las cosas sobre otros ejes.
Eso constituía y sigue siendo el collage. Lo que se temió no fue, en consecuencia, la ruptura de las certezas, sino el nacimiento de una nueva realidad a partir del reordenamiento de las cosas preexistentes. Más que una negación de la lógica articular del collage, la crítica contra y desde la postmodernidad, se vinculó respecto del vacío instituido por toda ruptura, es decir, respecto de la permutación de los valores culturales a partir de una condición estructural de inevitable falta de esencia.
La idea de collage es sólo la imagen primitiva de lo que sobrevendría. Constituye el principio de una radical pérdida de la imagen mitológica moderna que enfatiza el dominio antropológico del sujeto. Entre la estabilidad y el collage, la diferencia era obvia. Por tanto estaba instituida, todavía, como un acto reflexivo, desde una negatividad, una pedagogía y una rotación del eje de observación. Vista desde la modernidad, en apariencia estable, el collage, era una peligrosa deconstrucción de consecuencias impredecibles. Desde el collage, en cambio, la modernidad aparecía como una necia esperanza puesta en la pureza de las formas y de las leyes. Una cosa era espejo de la otra y, como espejos, se temieron mutuamente, produciendo un rico debate sobre la identidad y la diferencia; y, de uno y de otro lado, se esperó desnudar las flaquezas del opuesto, todavía dentro de un orden de los contrarios, dentro de una promesa dialéctica o, al menos, dentro de una clásica guerra de posiciones.
Pero la deconstrucción nunca constituyó sólo un método sino que se instituyó, desde el principio, como una forma de realidad en sí misma. Una vez iniciada, no había forma de detener el movimiento y la desaparición de los ejes y, con ellos, de los puntos de referencia. Estas operaciones, aunque comenzaron como eventos aislados dentro de la cultura (en algunos casos en el marco político de dominio de las élites y de los sectores culturalmente dominantes), pronto invadieron la cultura en general y, hoy en día, se han convertido en la forma hegemónica de realidad. En muchos casos, en alianza directa con los nuevos mecanismos que facilitan el flujo sincrónico y ubicuo de la información y la desaparición del sujeto como única instancia productora de sentido. Fuera del sujeto, el sentido, se reordena, en y desde, la información. Por eso, la abundancia sustituye a la riqueza y la separación infinita a la diferencia.
Visto desde afuera (si esto resulta todavía, epistemológicamente, posible), es evidente que la cultura se apropia de las personas y, como el ADN, las utiliza para construir simulacros de humanidad. Eso es lo único a lo que podemos aspirar: nuestra aparente riqueza interior solo revela la abundancia del mundo exterior de los objetos informacionales; nuestra diferencia, tan apreciada en nuestros días, instaura la infinitud arrogante y abisal de la cultura. Si Dios existe, no puede ver seres animados por un alma: sólo puede ver un terrorífico y único fantasma que arrastra por dentro trozos de materia biológica cuya vida únicamente se manifiesta en el hecho de que se aferran enfáticamente a una posición que, contradictoriamente, jamás resulta la misma. Dios no puede ver en nosotros y nosotras a sus criaturas; todo lo contrario, sólo puede espantase ante un horror imposible a sus ojos, y huir sin duda, para no ser alcanzado por tan silencioso, indefenso y derrotado Golem.

Densidad infinita

La realidad social contemporánea se caracteriza, entonces, por su densidad cultural infinita. En un mundo así, no es posible el movimiento, por tanto el flujo ininterrumpido de la realidad, hace que toda posición sea siempre táctica y nunca estratégica. El intercambio perpetuo de información demanda siempre la inmediatez de las respuestas. De hecho, estas aparecen, por lo general, antes, y aún sin necesidad de las preguntas. Enlatadas y a la orden de la o el mejor postor. Del collage, hemos pasado rápidamente a la infinitud del proceso de permutación de valores y de sentidos culturales. Todos los símbolos han devenido en íconos y emoticones y, consecuentemente, en la clausura casi definitiva de la comunicación, como lo prometió la modernidad primera, desbaratando inclusive, la utopía habermasiana, última gran promesa moderna de una revolución simbólica, es decir, fundada sobre la voluntad de la entidad llamada, sin más, el sujeto.
Ciertamente, Bauman no se equivoca. Pero no es suficiente lo que nos señala este autor europeo. Decir, que carecemos, como modernidad tardía, de un amarre cultural fuerte, no es algo del todo cierto. Como toda cultura, tal amarre, sin duda, existe. Lo propiamente característico de nuestra cultura, es, por lo tanto, no la aparente liquidez etérea del lazo social, sino su densidad insuperable, su mutación permanente sin transformación óntica, su flujo inespecífico, su carencia de discontinuidades efectivas. A tal cultura, no podemos suponerla más que “exitosa”, en tanto ha logrado una naturalización cuasiperfecta, que hace palidecer incluso a la visión pragmática decimonónica. Es tal el extremo al que llega esta “dureza” de la cultura que, dentro de ella, las mismas descripciones científicas, se han sumado como recursividades propicias a la naturalización, esto es, como espejos internos que refractan, limpiamente, la superficie liza del ordenamiento tecnosófico e híperdenso de la sociedad moderno tardía; desapareciendo, tales descripciones, de inmediato y sin mayor rastro, como los átomos dentro del horizonte de eventos de un agujero negro.
Esta densidad infinita, vista, nuevamente, desde un posible exterior, resulta pastosa. Es decir, aunque continua, la infinitud de la densidad cultural no se establece como condición homogénea, sino como límite que demarca su carácter de totalidad. En unos lados y en unas dimensiones concretas, la realidad es más o menos densa, que en el resto. Pero, esta ausencia de homogeneidad, es característica de la condición cultural actual e instituye, simplemente, la localidad de unos fenómenos respecto de todos los demás. Desde el interior de esta realidad cultural, todos los lugares resultan idénticos, en la medida que el sujeto los interpreta, precisamente, de forma contraria, como saturación de su identidad y como diferenciación plausible respecto del mundo.
Nunca como antes, parecemos tan efectivamente nosotras y nosotros mismos, y las demás personas, tan carentes de esencia. Lo que exactamente no tenemos, lo identificamos como ausente, no en nosotras y nosotros, sino de manera extrema, en las y los demás. Esta radicalidad individualizadora nos instituye como punto axial de una colonización gnoseológica de la realidad cultural, por un lado y, por el otro, como portadores de un miedo ilimitado hacia el mundo y hacia todo lo que identificamos como lejano. Se acortan las distancias epistemológicas y espacio temporales de lo real, pero las distancias psicológicas y simpáticas se hacen, contrariamente, infinitas. Los otros se vuelven el Otro, lo innombrable, la tierra de lo imaginariamente imposible.
Para el individuo, todo parece, no obstante, más transparente que nunca. Al individuo le es dado todo lo que necesita en términos de información, por lo menos en algunas zonas o lugares de las sociedades actuales. Con información en la mano, en el ojo y en el cerebro, con una voluntad de individualidad extrema y con un motor de búsqueda, en el mejor de los casos, somos agentes colonizadores en un mundo ya prefabricado, pero, a la vez, infinitamente inseguro, constituido por una superposición de vértices y de esquinas, como en el laberinto de un juego de video. Todas las formas son previsibles ante una intuición precisa del sujeto. Más no así, la reacción potencial y estocástica del otro.
Por ello, la imagen de juego de video resulta, desde un punto de vista antropológico, casi exacta. Define la impronta de un sujeto como operador, en un mundo devenido en transparencia extrema, y del Otro como entidad incognoscible, excepto por sus supuestos efectos dañinos y por su potencial desaparición. La imagen cultural del Otro, desde la individualidad actual, no puede ser otra cosa que política y estéticamente genocida. Pero, a la vez, este carácter es interpretado como natural y como necesario para el éxito del operador. Un autor norteamericano de ciencia ficción, Orson Scott Card, con una terrible capacidad de anticipación, previno sobre esta impronta genocida de la individualidad moderno tardía, desde finales de los años 70 del siglo pasado, con su novela “El juego de Ender”, seguida en los 80 por una con un título mucho más obvio (“Ender, el Xenocida”)
Como el nombre del protagonista en las novelas de Card, el sujeto actual está definido por su capacidad de “terminar” (dar término, exterminar, eliminar, hacer desaparecer, poner fin) al otro y al mundo cuando estos se interpongan como política y, ante todo, como estéticamente incorrectos. Esta sensibilidad o imagen estética del exterminio (e inversamente de la pureza moral de la identidad) fue plenamente compartida, ante todo, (y quizás en ningún otro lugar mejor que) en la Alemania Nazi.

Carácter protésico

La realidad resulta, por lo tanto, inalcanzable para un observador más inquisitivo y preocupado por el destino de la libertad. El sujeto, hipertrofiado por su voluntad de individualidad, resulta incapaz de dar cuenta de sí mismo como sujeto ético, es decir, como fundador de lazos de comunidad. La pérdida de los referentes éticos es necesaria para el movimiento estático del sujeto en su propio universo. La ética demanda, por lo general, una epogé, un acto de detención de la misma condición de subjetividad, único momento mediante el cual pueden aparecer las y los demás delante del sujeto, y la subjetividad misma, como pura fragilidad ante las y los otros. Pero el sujeto moderno tardío, en su afán de saturación identitaria, no está dispuesto a detener su aparato cognitivo. De hecho, esta posibilidad, le resulta espantosa y, de consecuencias y costos incalculables. Aún más, contraria a toda posible detención de la vigilia, la misma se caracteriza hoy, por entrar en una condición de aceleración continua.
La densidad infinita define solo el estado global del sistema, más no su estado medio de homogeneidad. Y si, aparte de infinita, la realidad cultural, fuese perfectamente homogénea, ya no nos encontraríamos, en ninguna forma, con una sociedad humana, sino únicamente con un aparato robótico en sentido estricto. Las diferencias de homogeneidad son necesarias para el movimiento conjunto de la realidad y para la apariencia de movimiento y del imperio de la voluntad del individuo. Esta apariencia, solo puede ser sostenida, mediante infinidad de prótesis que unen al sujeto con el mundo cultural. No sólo mecanismos para la movilidad y el transporte físicos, sino para el ojo, el oído, y todos los demás órganos de los sentidos y de la cognición.
En realidad, la modernidad tardía no está prefabricada por una línea continua de los flujos de la información, sino por la discontinuidad y superposición de prótesis, es decir, de trozos de cultura mínimamente portadores de sentido y de unidad, de los cuales se valen los sujetos para sobrevivir. Desde hace rato, vivimos rodeados por servomecanismos y demás objetos que fungen, en la transparencia del mundo, como sostén de nuestra subjetividad. En ese sentido, frente a nuestras múltiples prótesis culturales, resultamos ser, efectivamente, solamente sujetos.
La sustitución de la racionalidad ética por la manufactura protésica es una cualidad estrictamente moderna, aunque tenga antecedentes en otras épocas y culturas. La característica más grave de la condición protésica es aquella que afecta precisamente el aparato cognitivo y las emociones de las personas. Hoy no existe novedad alguna en la innovación permanente. Pero, aquí sí actúa con máxima eficacia la invención del collage, como servomecanismo cultural, como mediación entre las decisiones individuales y los criterios de justificación y legitimación de las acciones, es decir, de mediación entre la existencia sin más, y la ausencia de toda reflexión ética sobre la propia condición del sujeto.
Las prótesis nos liberan, no solo del principio de necesidad antropológica sino, también, de todo requerimiento axiológico. Mediatizan nuestra relación con el mundo físico y con los simulacros de otredad que instituimos como forma de percepción de las demás personas. Nos robotizan, en tanto nos hacen inaccesibles a los otros. Deshumanizan al otro, en tanto nos sitúan como simples interfases culturales.
           
Interioridad desbordada

            Pese al abandono sistemático de la ética, nunca como antes, y aquí parece haberse hecho tristemente real la idea de Foucault, el cuidado de sí parece tan importante en la historia cultural. Como una desviación de las clases opulentas y, en menor medida, de los pobres y pauperizados, la idea de cuidar al yo, ha adquirido suma importante.
En realidad, este cuidado es consustancial a la misma individuación. Define, en primer lugar, un ordenamiento específico de la racionalidad protésica, es decir, un determinado ordenamiento de las condiciones materiales y cognitivas para garantizar la apariencia de subjetividad. En segundo lugar, define un conjunto de barricadas para detener y controlar de forma estructurada el avance de los otros. En un sentido, elimina la imagen de la muerte; en otro, vuelve aséptica la imagen de un yo autosuficiente e inalcanzable: el cuidado de sí instituye, al sujeto moderno tardío, desde la estética más que desde la ontogénesis o la ética.
             El cuidado de sí, o protésica del yo, supone una inversión de los principios de la socialización. Invierte, además, el orden pedagógico. Hace que el sujeto se externe frente al mundo de forma masiva, dejando al descubierto no solo su subjetividad, sino invirtiéndola como en un cuento de horror. La subjetividad se desborda; lo que internamente se manifiesta como caos ordenado, se restituye como orden caótico de las cosas. El sujeto coloniza al mundo, mediante una serie infinita de rastros informacionales que deja tirados por todas partes, como la ropa usada que dejamos al salir de la ducha.
De esta forma, el individuo pretende, más que fundar la impronta de su ser, resguardar el acceso de los otros y de la comunidad al circuito falible y discontinuo de su vida. En otras palabras, la mejor forma de proteger y cuidar al yo, parece ser, lanzar todas sus partes constituyentes (o al menos las que el sujeto imagina como tales) hacia el mundo exterior, desnudando no el cuerpo sino, ante todo, el espíritu. Vaciada de contenido, la subjetividad parece permanecer incólume: por ello, exige la colonización absoluta del mundo.
            Por todas partes nos encontramos con esta nueva tecnología del yo (otra vez, Foucault) Desde los íconos del arte pop llevados hasta la muerte por la fijación paroxística de la imagen, hasta la conversión mercantilizada de lo superfluo, inmediato y contingente, como centro de la atención sincrónica y su inevitable densificación estética. El desborde sistemático de la interioridad convierte y, a la vez, permite al mundo cultural actual, funcionar como una vertedero de sucedáneos donde residen todas las emociones, todas las sensibilidades, todas las diferencias, todos los gustos, todas las identidades, mediante un conjunto colectivo de prótesis, que podemos adquirir, en muchos casos, a un bajo costo y a título de vender nuestra espiritualidad.
Pero, lo que vendemos, en verdad, no tiene precio alguno, aunque resulte infinitamente beneficioso para esa misma realidad que, no solo huye con nuestro espíritu encerrado dentro de sí misma, sino que, simultáneamente, va cobrando materialidad y vida, como el más grotesco de los espectros góticos.

© Maynor Antonio Mora (2011).

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