Uno de los "relojes", de Salvador Dalí
Saturación del transcurso
La crisis demarca, más que una ruptura de la discontinuidad, la saturación y exacerbación del devenir. El devenir debe contar, así, con la apariencia necesaria de lo ingrávido, lo imperceptible y lo etéreo; en la medida que, dentro de él, se ejecutan, de forma aséptica y libre de dudas, las funciones de la legitimación del orden social, y, además, en el grado en que, alrededor suyo, se define un aura de sutileza de todas las cosas que siempre se parecen a sí mismas, bajo el encanto hechizante de una nostalgia del futuro que no reconoce en el pasado más que el dominio de la causalidad pura, como figura de una génesis circular.
Dentro de la sociedad tradicional y no tradicional, la crisis tensa al máximo el devenir, y no precisamente bajo el rito o la celebración, esto es, bajo la razonable detención de las cosas en la efeméride rimbombante del tiempo que se mira en su plácido fluir hacia el futuro.
La tensión supuesta por la crisis manifiesta el desborde de una fuerza carente de toda distinción ética, el dominio de una violencia brutal contra las cosas que las ordena imaginariamente mediante el modelo de lo circular y dinámicamente cerrado. La idea de crisis porta, nostálgicamente, el mito del suicidio, pero no lo comete: en el mito el suicidio subiste, por ello, solo mediante la fuerza de la amenaza. Deja que la amenaza de la muerte fluctúe en el límite, ya que tampoco le interesa abiertamente la desaparición: únicamente promete que, en un caso extremo, aquél suicidio también es una posibilidad, una potencialidad, y que, entre el suicidio y lo contrario, la sociedad y el sujeto tienen libertad de escoger: la crisis evidencia que el destino se asume como dueño absoluto de sí. La crisis resulta, por lo tanto, un absoluto en todo sentido, puesto que declara el dominio completo del destino.
Independientemente de las formas en que socialmente se construye el tiempo en las diversas sociedades humanas, el devenir aparece como la forma “razonable” en que se suceden las cosas, los hechos y los eventos, sin que tengan un margen para la diferencia, o incluso, un momento de descanso, cuando plácidamente detenerse y ver, desde la ternura y la calma de la prudencia, lo recorrido: hacia adelante, el devenir consiste en pura y ansiosa “memoria del futuro”. De pronto esta racionalización no escapa de la impronta del horror; pero, por lo menos, desde el ámbito imaginario, parece una temporalidad carente de fisuras, como una linealidad (no en el sentido moderno de una flecha marcada por el curso imparable y natural de la entropía); pero sí, como una sucesión “norteada” de las etapas, de los días, de las estaciones y de las edades silenciosas del tiempo que lo instituyen como eternidad impoluta, como una concavidad libre de fisuras.
El devenir enlaza tiempos sociales, individuales y grupales, bajo una gran amalgama de la normalidad, que des-instituye el silencio en nombre del sonoro flujo de lo que no se escucha. Sea normalidad real, imaginaria o ambas. No podría ser de otra manera. Lo contrario es señalado como ámbito de la locura (Foucault), como el éxtasis momentáneo, como la diáspora de las cosas, como el momento de la partida: el destino nunca camina hacia otro lugar, porque siempre está un paso adelante, en una sucesión de eventos que no toleran la ruptura efectiva que supone toda detención del transcurso mediante la mirada del sujeto. Más adelante volveremos sobre el problema de la esperanza como lugar de la franqueza y de la placidez, como lugar de la comunicación.
El devenir se enseñorea como principio dominante de las relaciones, los procesos sociales y de las convenciones, incluida la ley. La ruptura de la ley surge, ante todo, como una cicatriz no manifiesta del devenir, una ruptura del orden sagrado de las cosas. La ley resulta siempre una sanción, un declive de la eternidad a favor de la trampa del conflicto y su necesaria pero nunca asumida restitución, un evento discordante que muestra más de lo que oculta: una obscenidad necesaria para que la eternidad no se desintegre, sin controlar absolutamente su unidad y circularidad.
La crisis satura. Llena el momento con demasiados hechos y rompe la estabilidad del devenir: lo llena de fracturas rizomáticas; pero nada más, por tanto su horizonte no es el de la debacle sino el terror de las cosas al saberse en debilidad. Tensa las fuerzas armoniosas del transcurso e instituye el devenir con una sobrecarga de pesadez que rompe la armonía, en un exceso inútil y cínico de contemplación que hace vergonzosa la falsa imagen de su pureza espectral. La crisis, a diferencia de las definiciones tradicionales no rompe, ni destruye ni colapsa; únicamente amplifica y desborda la estructura del devenir: muestra su verdadera naturaleza y, en esa medida, introduce la negatividad del caos, y la impronta de un posible desbaratamiento del orden; pero únicamente en el reino de lo probable.
La crisis sutura y oblitera. Por ello, en el olvido selectivo del proceso histórico, la crisis remarca a este último desde la necesidad imperiosa de retornar al camino del orden: la crisis no resulta una categoría analítica sino un cierre ético de la ética.
Memoria del futuro
El futuro acontece como acto transparente en el imaginario moderno del devenir. Funciona, a su vez, como dispositivo cognitivo de mediación entre el sujeto y el mundo, y como acontecimiento de interpretación ideológica entre el sujeto y la sociedad. Desarma la angustia frente a la historia, puesto que solidifica la integridad del presente mediante la linealidad de un tiempo que, contradictoriamente, resulta circular, ya que siempre gravita sobre la eternización de dicho presente, pasando, a su vez, por la imaginación de un futuro cuyo rostro es indistinto desde una distinción ética. La modernidad resulta lineal como aparente efecto óntico, pero en ninguna forma como estructura ontológica. Ontológicamente se define, por lo tanto, de un ethos cerrado.
Por un lado, la modernidad clausura el pasado mediante poderosos procesos de colonización de la historia, que cierran el margen para una interpretación historiográfica que no desemboque más que en la clausura de las alternativas que puedan desplegarse hacia el futuro desde la instancia marcadora del presente; socavando, con ello, la idea constitutiva y re-constitutiva de libertad. Así oblitera simbólicamente el despliegue de las posibilidades efectivas de transformación estructural en el futuro. Lo histórico, desde el punto de vista del pensamiento y del ethos cultural moderno, opera como criterio de causalidad pura: por ello, instituye la historia como eternidad del presente, y restituye cualquier fractura o fracaso de la modernidad en el mismo despliegue histórico y pandémico del presente, siempre hacia márgenes de naturaleza espacial más que temporal. El tiempo moderno se impone, por lo tanto, como un tiempo espacial y contextual más que como un tiempo “histórico” en sentido estricto.
Por otro lado, la imaginación moderna supone poderosas pérdidas selectivas de la memoria colectiva y subjetiva. Primero que todo, de la memoria constitutiva inherente al principio de la libertad como criterio histórico de dispersión. Segundo, respecto de la memoria como evento cognitivo relativo a la imaginación propia de la condición cultural humana. Tercero, frente a la ética como marco de reflexión crítica sobre un futuro alterno que devenga en la fractura real de la circularidad del presente. Si, hacia el pasado, la imaginación dominante se instaura como principio de causalidad pura, hacia el futuro se muestra como negación de toda causalidad, por tanto la identificación cognitiva del futuro con el presente hace innecesario este principio gnoseológico. Dicho ethos niega la causalidad, no en cuanto se la desconozca sino, sino, más bien, en cuanto su obviedad hace innecesario recurrirla, más que desde el punto de vista de las ciencias sociales o de la filosofía social dominantes.
Finalmente, la imaginación moderna no se identifica como imaginación política sino como ontología. Confunde la realidad con la cognición y la memoria con la previsión de lo irreparable. Anula el principio de la utopía a favor de una radicalidad extrema del realismo. Des-vehiculiza la dinámica del movimiento histórico en defensa de una circularidad devenida lineal desde la acción del sujeto, aunque “redonda” e “infinita” desde los mismos procesos de integración social. Condena la libertad en función del principio de necesidad. Instaura la sociedad como naturaleza. Desgarra el devenir bajo la sobrecarga de la memoria de un sistema de eventos eternamente estables y consecuentes con una adecuación exacta entre realidad y conciencia. Con ello, desaparece toda posibilidad de pensar y construir alternativas. Y se silencia, inevitablemente, la política como espacio de lo razonable y de lo posible.
La paradoja de Zenón
El concepto de crisis cae dentro de la paradoja de Zenón. Lleva a una condición de infinitud la finitud del devenir. Exacerba el transcurso mediante una cantidad de marcas que no pueden ser toleradas por el tiempo como condición de la realidad. Por ello, vuelve insostenible la premisa de la evolución del tiempo. Se trata de un mecanismo de defensa. Como paradoja, pero también como aparato cognitivo, la idea de crisis intenta sostener lo que es insostenible. Revela como infinito lo finito. Muestra como híper-denso lo que resulta diferenciado, fluido y abierto. Expande hacia dentro las características de lo que sucede y convierte en perpetua coyuntura lo que es simple transcurso. Como paradoja, cae en una infinitud falsa que libera al orden social y al transcurso histórico de sus falencias y de su catastro-génesis. Remarca como eterno lo accidental. Como estático lo efímero. Como crucial lo accidental.
En realidad, la idea de crisis libera de la aprehensión que promete la misma estructura del sistema. Frente a una colonización del mundo de la vida, tal y como describe Habermas, no ve en la impronta del sistema, es decir, en la extaticidad densa del mismo, un cuestionamiento radical del principio de la vida. En busca de salvar las fallas del sistema, cuestiona el principio de la vida como criterio último de razonabilidad de todo vínculo social. Socava sus propias condiciones de posibilidad. Destruye la continuidad (el destino) mediante el recrudecimiento del presente como densa eternidad que clausura a sí misma en un acto infinito de contemplación y gratificación narcisista.
La crisis, por lo tanto, más que una exigencia de petición a un "principio de eternidad", a la que recurre neciamente, es una petición al principio de la infinitud de las reglas estructurales que rigen el devenir social y las relaciones de la sociedad con la naturaleza. El infinito es el fin. La eternidad, la estrategia. La eternidad constituye la metodología de un orden social que no asume sus propias debilidades ni su propio y posible acabamiento como modo de producción de la realidad. Es decir, la crisis instituye la realidad como su propia negación. La crisis sacraliza la realidad como híper-realidad, como densidad infinita que impide el movimiento de lo real hacia el futuro más que a través del empuje violento de la estructura del presente.
Mediante la híper-inflación de cada momento del devenir, éste se muestra como infinito; pero no sólo en el marco de una cualidad gnoseológica (esto es, como aparece ante la vista o ante los procesos de observación de la historia) Sino, también, desde el punto de vista de la argumentación ideológica y de la constitución de la identidad del sujeto. Si cada momento se vuelve infinito, tanto desde la observación trascendental como desde la identidad constitutiva del sujeto, se tensan al máximo las posibilidades efectivas del presente, en la gestación paroxística de una demanda de precariedad. La modernidad vive al límite, al poner al límite la condición de la realidad.
Como la idea de “deportes extremos” o “deportes de riesgo”, nuestra realidad florece como una permanente apelación a la soberanía estéril de la muerte. Sólo la muerte invocada como principio fundante de lo real, puede dar lugar a una realidad que extremiza sus propias condiciones de posibilidad, al riesgo de que colapse, cual infarto, cual fractura de una arteria henchida al máximo. Las crisis es un aneurisma que nunca explota.
En la vida cotidiana nos encontramos con infinidad de ejemplos de esta impronta de la crisis, ligados con el sujeto. No sólo el abuso suicida de sustancias enervantes, sino en la misma vigorexia, la anorexia, la asfixia sexual y, en general, el sexo de riesgo, la danza electrónica, etcétera. Cada una de estas formas de placer, peticionan a la muerte; convocan al límite hasta la misma posibilidad de explosión. Ni qué decir, de las inversiones financieras de riesgo, los deportes extremos ya citados, y la permanente necesidad de superar los récords deportivos y de toda clase. En la vida cotidiana y en la historia, la realidad se convoca siempre al límite de sus posibilidades, siempre de forma indirecta se pacta con la muerte, con la posibilidad del colapso. La crisis no es, por ello, un accidente, sino la cualidad misma del orden social dominante.
Estafa del presentismo
El presente se ensaña hoy groseramente consigo mismo. Es el único momento del tiempo y del devenir que parece poseer completa materialidad. Esta materialidad se asume como parodia de un pasado que lo ha instituido inevitablemente, y de un futuro que nunca se muestra más que en la anti-potencia fundadora de las mismas condiciones del presente. Para el presente, como tiempo dominante de la modernidad, el pasado es causalidad absoluta de sí mismo, y el futuro apenas expectación fugaz que le permite mirarse en su inevitable eternidad. El presente, como estructura perceptiva, no se mira realmente a sí mismo, pues mirarse supone descubrir, sin duda, una fisura, una debilidad, una pérdida de su densidad. El presente se imagina como precipitación inmediata del pasado (negado al instante, al perderse en la densidad del presente), como acto soberano del tiempo (reducido a una circularidad de las cosas en cuanto únicamente existen ahora y nada más), como negación del devenir (destruyendo el proceso a favor de la estructura) y como expansión infinita en el marco del espacio (socavando la vectorización utópica a favor de la simple expansión topológica)
El presente nos estafa. Nos promete una eternidad imposible. Nos impone el dominio de la ley, pero sin la posibilidad de violarla, por tanto la ley surge como un marco de generalización completa de la conducta. Fuera de la ley no existe, por lo tanto, conducta posible ni plausible. Por ello, la ley es consustancial a la idea misma de crisis. La crisis no surge más que como exacerbación de la ley y como substanciación de la estructura, como desenfreno donde desaparece para siempre la distinción entre forma y contenido.
La idea moderna actual del presente es anti-hegeliana y anti-marxista, no porque haya habido otros tiempos que puedan ser denominados tales, sino, porque las intuiciones de Hegel y Marx caen en terreno inhóspito y estéril en el actual momento histórico. La modernidad tardía es una modernidad que promete, exclusivamente, la eternidad del presente: sin estructura más que la forma, sin ley más que la azarosidad de las cosas, sin distinción más que la identidad, sin conciencia más que la cognición infinita de lo mismo, sin substancia más que lo accidental, sin orden más que la dispersión, sin voluntad política más que la “voluntad sin más”, sin vector histórico más que el grosero empuje de los hechos. El presente moderno es el dominio del realismo absoluto.
La crisis como ideología no define, entonces, una grieta o fisura del presente, sino que lo desborda completamente, como si no hubiese otro tiempo más que dicho presente. La ideología de la crisis constituye, por lo tanto, una trampa cuya meta es aferrarnos al presente, suponiendo una fisura que ya ha sido desbordada en una perpetua expansión del presente hacia sus límites topológicos y nunca hacia sus límites temporales o vectoriales. La crisis des-vectoriza, porque retro-trae la realidad únicamente hacia sí, hacia su densificación infinita, hacia una soberanía del presente sobre todos los demás tiempos, sean reales o imaginarios, probables o improbables, pasados o futuros.
La crisis remarca como ilimitado lo limitado, pese a que los discursos, incluso de las mismas ciencias sociales, insistan en confundir crisis, con condición de posibilidad para la transformación del presente. Todo lo contrario: la crisis reniega de toda transformación posible. Porque ella misma, como concepto, carece en todo caso de aparato analítico. La crisis en tanto concepto únicamente remarca lo que, desde antes, ya ha sido asumido como obvio.
Caída del destino
A diferencia de la crisis, el colapso supone una caída de la estructura. No se tensa la estructura al máximo, sino que es la misma estructura la que deja de ser propicia como orden. La crisis exacerba el orden hasta el paroxismo. El colapso se le opone, a diferencia de ella, como absoluta reducción de la estructura al vacío de la inexistencia. La crisis hace aún más visible la dirección del destino. El colapso oscurece la finalidad y detiene la flecha del destino: somete al peligro deletéreo de la muerte, y, con ella, a la posible destrucción del mismo carácter constitutivo de la vida y de lo humano.
Aquí es conveniente introducir una distinción necesaria para el análisis del vínculo antropológico en particular, y de la integración social como fenómeno global. Que nos evite, a su vez, caer en un falso discurso pos-fundacional y liberador, a partir del simple juego del discurso de la crisis, como parece girar hoy en día mediante la recurrencia generalizada a la idea la “crisis del capitalismo” como modo de producción de la realidad y en la confusión interesada que se hace día a día entre la crisis y la promesa de una caída y una nueva fundación sobre la base de la existencia de una "substancia" o unas aparentes partículas constitutivas o elementales que se reordenarían, propiciatoriamente, en función de la utopía, en una nueva forma de sociabilidad.
La distinción viene dada por la misma idea de constitución. La pregunta antropológica por excelencia que plantea la modernidad, en su afán intrusivo, es por la propia definición del vínculo social. Es decir, qué cosa es lo que parece vincularse en el fenómeno comprendido como sociedad. Para todo el pensamiento liberal e incluso para el marxismo, al otro lado de la frontera de las cosas, nos encontraríamos con unas personas, unos cuerpos, unos individuos, unos “vínculos sustantivos”; desde los cuales se podrían ejecutar, o bien todas las permutaciones o combinaciones posibles, o bien, el desenvolvimiento de un devenir dado como despliegue de una determinada dialéctica de un vínculo primario o de una substancia.
En ambos casos, se supone una re-constitución, sobre la base de una determinada naturaleza antropológica que opera como “principio fundante”. Empero, la pregunta, es si tal naturaleza antropológica resulta real en algún sentido del término realidad o del mismo término naturaleza. Hacerse esta pregunta, es preguntarse sobre la esencia misma de la condición humana en el mundo.
De Marx a Foucault, pasando por Derrida, ha quedado claro, que el problema fundacional (hoy en día pos-fundacional), o bien resulta completamente espurio, o bien oculta la impronta de una temible pero potencial legitimación de nuestra propia condición ya dada como interna dentro del carácter inevitable y constitutivo de lo humano. Sería, como señala Einstein, preguntarse por el agua que respiramos todos los días, sin dejar de respirarla. Pero no respirarla, resulta, a la vez imposible: esta es la trampa constitutiva del ser social, de la cual nos dio debidas cuentas toda la filosofía social decimonónica.
© Maynor Antonio Mora (2011).
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