M. C. Escher: "Manos dibujando" (1948)
A la sombra del Golem
Cuenta la leyenda, que el Golem carece de espíritu. Camina, se mueve, y finge tener vida; pero, esto es lo único que no hace, no tiene y no posee. Por ello, la maldición de los no-muertos: tener materialidad en la inexistencia. Esto explica, a su vez, la proliferación y riqueza por todas partes, y de las más diversas formas, del mito de los no-muertos. El Golem persigue un alma, que se le adelanta, que se le escabulle, que se burla sarcásticamente. Evidentemente, la riqueza del mito no radica ni en el alma burlesca, trascendente y etérea que escapa a todo acercamiento persecutorio, ni en la patética figura fantasmal y desvencijada de un ser condenado a una infinita persecución, caracterizada, no obstante, por un eterno retorno sobre los propios pasos, sobre las huellas ya pisadas, sobre las huellas tramposas del alma. La riqueza del mito de los no-muertos subyace en la dualidad que nos revela, mediante la persecución y el escape trascendente. ¿Por qué? Esa es la pregunta que intentaremos enfrentar, de manera igualmente aproximada, en los pocos párrafos que siguen.
La persecución-escape surge no sólo en el mito de los no-muertos, sino también en la esfera de constitución cotidiana y concreta de la subjetividad moderna. Esa distancia es la que marca, primariamente, la existencia del sujeto y, en gran medida, nuestra propia circunstancia existencial e individual como entes constituidos desde una subjetividad que aparece, a la vez, fragmentada y resultado de la fractura. Ambas situaciones, la fragmentación y la fractura, constituyen lados opuestos del mismo problema, al igual que en los juegos de espejos de los viejos circos itinerantes. Nada más, que el propio espejo resulta el hecho que, en este caso, parece sufrir el accidente que instituye, precisamente, la naturaleza del problema en cuestión. Por eso, la pregunta por dicha persecución-escape se vuelve constitutiva, problemática en todo sentido y “marcadora” de un mapa cuyos límites siempre es necesario ir detallando, cual terra incognita, conforme se traza, igualmente, la ruta por donde transitaremos.
Nuestra subjetividad está caracterizada, entonces y característicamente, por la distancia. Por ello, la problematización del tema del sujeto siempre ha sido un tema relacionado con las marcas y con las separaciones (los vacíos sustantivos y definitorios que éstas suponen), más que con una posible constitución desde determinada materialidad o esencialidad circunscrita a alguna cosa acabada o instituida por el criterio de la determinación o la causalidad. Nuestra subjetividad es un problema de referencias más que de recorridos, de posicionamientos múltiples más que de líneas trazadas, de puntos axiales más que de movimientos sobre una ruta establecida.
Surge, pues, la necesidad de concentrar la atención en la constitución del sujeto más allá de la identidad. Sólo en esa medida, el problema de la constitución, puede dar frutos productivos, no en términos de una “política de la verdad”, sino, más bien, de una “ética de la franqueza”, como nos pediría, mínimamente, el último Foucault. Dar cuenta de esas marcas que instituyen la distancia, la separación y la precariedad; supone, por lo menos, dar cuenta de la naturaleza (sí es dado hablar mediante este término) de dicha constitución, es decir, de los límites mínimos que permiten que la vida se funde sobre algún criterio de razonabilidad interna (esto es, que se rija mediante un criterio de razonabilidad ética) y, no simplemente, que sea el resultado de la institución (del “sometimiento”, en el lenguaje esclarecedor de Butler) o, lo que es lo mismo, de la introducción abrupta y grosera de las leyes (las instituciones) en el marco de la subjetividad y en la exteriorización desbordada y vergonzante de la intimidad a la que nos vemos sometidos y sometidas actualmente.
Adentro y afuera, como lugares que se relacionan con el sujeto, tampoco significan nada más que posiciones dentro de una amplia gama de posiciones. El paso de un lado a otro no resulta constitutivo en ninguna forma, si solo se reconoce en el proceso el hecho exclusivo del movimiento. Igual sucede con la oposición entre cuerpo y alma. Lo característicamente sustancial en el mito del Golem, del no-muerto, es, precisamente, la fluctuación que supone marcar, con por lo menos dos posiciones, la condición del sujeto. En este caso, el mito nos refiere a una primera pista, que permite la serialización de las marcas, es decir, que permite, como marco de posibilidad, una teoría de las referencias y, con ella, de las posibilidades y de la libertad del sujeto. A un lado y al otro lado del mito, el pensamiento sólo resulta productivo, si surge como parte de una voluntad de demarcación, de búsqueda de los puntos que nos delimitan desde la fractura y la distancia. Lo contrario, y en apego estricto a una simple metáfora especular, el sujeto no es nada más que una serie no aleatoria de marcas lanzadas, sin embargo, estocásticamente, sobre el flujo del tiempo. La diferencia entre el flujo grosero del tiempo y el devenir prudente de la historia es, entonces, la constitución, la separación de los hechos por la impronta radical de las marcas desde la ética.
Discernir las condiciones de posibilidad del sujeto, supone, no tanto una política o una filosofía (una intrusión perfomativa, en todo caso), sino, como ya señalamos, una ética de la franqueza. Incluso el cinismo puro (y tampoco en el sentido del término que surge en la antigüedad clásica) parece viable como criterio de discernimiento cuando es marcado por dicha ética. Ya que la misma no busca, en ninguna forma, la verdad o la certeza absoluta de nuestros actos en el mundo, sino sólo, la condición primera del reconocimiento de que dichos actos no tienen ningún sentido más allá de propia búsqueda de un sentido, esto es, de la búsqueda del mapa perdido, mismo que no puede ser encontrado más que trazando el mismo viaje, como sentencia románticamente el poema de Miguel Hernández.
Como el Golem, como los no-muertos, cada una y cada uno de nosotros, está llamado a mirar, con lupa en mano, sus propios pasos, sin que aparezca jamás el alma fugada. No hay superación ni trascendencia alguna: sólo una fluctuación ética en el marco de un único y exclusivo evento; sólo la dispersión, como efecto escópico, de una mirada que se posa sobre los hechos que, no pueden seguir siendo nunca y, por lo tanto, los mismos. Por ello, cualquier otra cosa resulta, indudablemente, una ganancia.
Pero, a efectos de la ética, las ganancias, no tienen ningún sentido. Para la ética, las ganancias son hechos, no marcas constitutivas. Por ello, la ética siempre invierte el sentido de las cosas. Y al interesarse más en las marcas que en los hechos, la ética otorga poco o ningún sentido a las victorias que, compulsivamente, parece buscar en todo momento el sistema y la ley, que hoy se enseñorean como dueñas del mundo, de la vida y del sujeto.
Anatomía y fisiología de la distancia
La distancia no marca. Evidencia las marcas como funciones de la ruptura. Supone un efecto secundario de constitución. La distancia muestra las apariencias de las cosas, como si fuesen otras. Así, en la serialización de las marcas, aparece un nuevo objeto y, por ello, un acto en potencia vinculado a un criterio de discernimiento. Las marcas enuncian la existencia de la fragmentación: señalan la impronta de lo múltiple. La distancia destaca, más bien, la ruptura como proceso global: supone un efecto óptico y un desdoblamiento intrínseco a la constitución como proceso subjetivo. Las marcas habitan el reino del silencio óntico. La distancia desbarata el silencio, al fundar el lugar de la mirada. Pero este lugar no se instaura como lugar óntico, sino como probabilidad. Si las marcas reclaman una analítica, la distancia convoca una ética. Pero, esta segunda, no puede darse sin el reconocimiento de las primeras, sin la analítica.
La distancia establece los nexos, pero siempre en el reino de lo probable. De este modo, el movimiento por sí mismo, no surge necesariamente como una dialéctica de constitución ética. A diferencia de la línea, que reduce imaginariamente la distancia a una topología de magnitud cero, la espiral, tersa el curso del movimiento siempre en el marco de una negatividad de las propias marcas. Esto sucede, porque las marcas se instituyen necesariamente en el tiempo, a la vez que el tiempo se instituye como una marca más. Pero, incluso la negatividad o la positividad de las marcas, no dicen todavía nada de la ética: únicamente indican la fractura de la ausencia de la fluctuación topológica y del dominio unidimensional de los hechos, cuando no son mirados mediante la introducción analítica del tiempo.
Peor aún: la marca del tiempo, que hace posible la aparición de todas las marcas en cuanto distancia, sustancializa necesariamente dicha distancia como fuga no sólo para la realidad como un todo, sino especialmente para el sujeto que, de pronto, como el Golem del mito, se ve terriblemente desdoblado y reducido a una primera constitución desde la falta. El sujeto, como el Golem, se dibuja a partir de la fuga. Y no todos los pasos, no todos los caminos, no todas las rutas, llevan a un lugar donde, por lo menos el sujeto-Golem mire sus propias pisadas, ni siquiera en el plácido estanque de Narciso. Esta trampa propia a la distancia es constitutiva del sujeto, y determina la existencia humana desde siempre como un problema por resolver, como una fuga de la constitución apenas en el primer instante se ser instaurada. La constitución, por lo tanto, del sujeto y de la subjetividad cuando aparece, no aparece como un problema resuelto, sino como un problema por resolver e incluso, como un problema potencialmente sin solución alguna. Por ello, en el marco de la dialéctica, de la serialización de las marcas por medio de la marca del tiempo, sólo razonabilidad posible de la vida puede servir de criterio para que la distancia sea propicia para una ética de la franqueza.
Entre la simple distancia y la ética de la franqueza, surge una multiplicidad de peligros que Foucault, en toda su obra, nos ha descrito con gran maestría. Foucault está seriamente preocupado no tanto por una analítica de las marcas (y sus respectivos discursos propiciatorios) sino por una ética que permita el movimiento del sujeto en el marco de la franqueza y la prudencia. Por lo menos esto es lo que aparece en el último Foucault, el “Foucault ético”. Aunque debamos decir, que este Foucault en realidad no está nada lejos del Foucault de la “arqueología”.
Ciertamente las marcas se establecen mediante la violencia de las palabras y la impronta del discurso, sin que haya un espacio neutro constitutivo desde el cual reducir el discurso a una ausencia radical y, usemos solo provisionalmente este neologismo, meta-constitutiva. En ningún sentido es esa la intención del filósofo francés. Su intención es evidenciar que no hay salida más allá del discurso, pero que esta condición sólo resulta de un extremo peligro cuando es super-naturalizada por la acción del sujeto. Foucault, por lo tanto, no intenta, desnaturalizar la presencia del sujeto, solo busca infra-naturalizarla para luego dejar que se reconstituya según un criterio de discernimiento ético. En ningún caso la condición del sujeto deja de ser natural o causalmente auto-constitutiva. Foucault, no requiere que el sujeto mueva un solo dedo, es decir, que supere la distancia, sino sólo que mueva el universo entero alrededor del dedo. Esta es, a nuestro criterio, la clave de una ética de la franqueza: no franquear la analítica de las marcas e instituir supuestos movimientos liberadores, sino dejar que la libertad devenga como condición de posibilidad de toda serialización de las marcas.
Escópica del alma
El alma es siempre una marca que alude a lo exterior. El alma se aferra no al cuerpo, sino al mundo. El cuerpo únicamente funge como un puente entre el mundo y el alma, como una segunda marca cuya función es instituir la materialidad del individuo. El cuerpo se aferra al individuo, como el alma se aferra al mundo. No es, hasta que es reconocida la distancia, que surge entonces, de la fractura entre mundo y alma y entre cuerpo e individuo, señalado así por la mirada y el tiempo (como tercera marca) el sujeto. Pero, habiendo surgido de las fracturas, de las distancias y, finalmente, de la propia mirada que se posa sobre el mundo y el individuo, el sujeto deviene ya constitutivamente pleno de la carencia, ausente de la finitud de la unidad que existe al otro lado de todas las marcas, de todas las distancias, de todas las miradas.
El sujeto surge inevitablemente como figura, no importa en cuantas dimensiones se pueda posicionar ni de cuantas serializaciones de marcas pueda disponer. Constituirse como figura supone, que surge de las distancias y de la mirada que se posa en ellas. Al ser una figura, el sujeto está adscrito a las marcas, al recorrido y a la distancia. La distancia constitutiva del sujeto opera como ausencia de la unidad que supone la inexistencia de múltiples marcas, independientemente de la serialización. A diferencia de lo unitario, el sujeto está maldecido por el don de la infinitud. Y es en la infinitud donde ocurre la fuga como principio de desdoblamiento del sujeto en tanto figura respecto del sujeto como alma. No se entienda infinitud como contraria a la muerte, sino como desbaratamiento esencial de la unidad y con ella de la vida: condenado por la infinitud por un lado y por la eternidad por otro, el sujeto surge de la fuga del alma y de la persecución de una esencia que le es negada de forma constitutiva. El sujeto es el Golem. La muerte no constituye un fin, sino sólo el cierre de una serialización.
La característica del sujeto, en tanto figura, hace que la mayor parte de las serializaciones de marcas que lo fundan, pasen por la mirada. Así el objeto más visible ante la mirada, en cuanto no se ve, es el alma. El alma constituye la concreción escópica del sujeto, ya que es lo único que ve en tanto le es imposible verlo, puesto que la misma siempre se fuga, a un solo paso de alcance. La institución del sujeto como identidad porta esta grave deficiencia: la identidad rehúye aceptar que está definida por la carencia, por la fuga. El poder de la mirada es parcial respecto del alma. Ante los ojos del sujeto, el alma es algo insustancial que promete una absoluta substancialidad. El alma aparece fantasmáticamente ante la mirada, pero ésta la imagina férrea y dura como la roca. A la inversa, el sujeto, en pos del alma, se mira como concreción llena de materialidad, así oblitera su posición como figura escindida por la marca y por la serialización. Para garantizar la utopía del alma, el sujeto debe eliminar su posición como figura. Llena su vacío constitutivo, vaciando la plenitud del alma, vista siempre tangencialmente, siempre en las sombras, siempre en el horizonte ignoto.
La figura y la tristeza
Escópicamente la figura se define también desde una estética. La estética, sin embargo, al aliarse parasitariamente a la política, se hace detractora, por lo general, de toda diferencia, de todo señalamiento o marcación de puntos, y se pliega del lado del más fuerte, es decir, toma partido por el lugar y abandona la libertad. Casi todos los regímenes autoritarios y, en especial el nazismo, han surgido de una visión estética devenida secundariamente en política. Por ello, politizar lo que ya es político, es decir, el arte mismo, la distinción de lo que es de agrado o desagrado a los ojos de quien mira, se instituye, casi siempre, desde una pulsión totalitaria.
La estética sólo es políticamente constructiva en tanto no se le somete a segundas lecturas (ya interesadas) de sí misma, en tanto el sujeto mira la obra e interioriza una visión, ingenua podría decirse; pero, en todo caso, éticamente franca y sincera del mundo. En cambio, estas segundas lecturas, estas reflexiones compulsivas desde la estética sólo se instauran desde el principio de la eliminación y la limpieza, desde lo impoluto que promete todo totalitarismo y, en especial todo nazismo (decir fascismo es poco preciso, por tanto el fascismo nunca fue estrictamente un régimen sustentado, primariamente, por la impronta estética) La estética, a diferencia de la ética que siempre se mueve como necesaria reflexión permanente, no soporta segundas lecturas ni retornos dialécticos, si no se hacen, fuera de ella misma, en cuanto estética. El otro lado de la estética es la simple banalidad de la intrascendencia: el reino de lo absoluto, el reino del terror y de la muerte.
¿Por qué, por ejemplo, el Quijote, el Caballero de la Triste Figura, se somete al realismo de la muerte? ¿Por qué renuncia, tan fácilmente, a la vida que su supuesta locura, es decir, su estetización subjetiva, promete? Sin duda, porque es vencido por un realismo estetizante extremo. Del patetismo de una locura que sólo define la libertad desde un punto de vista estético (es decir, la libertad que supone ver gigantes donde los demás veían molinos de viento), Don Quijote renuncia a su libertad y se somete a las garras de la muerte. En garras de esta segunda, pero tramposa lectura, regresa a su lugar en La Mancha, renuncia a Dulcinea y, realísticamente, cae hace presa de lo que los demás ya le habían informado neciamente: que la muerte y la locura le habían llevando más allá de la simple naturaleza. Don Quijote, en su afán de trascendencia, cae en la intrascendentalidad de la muerte, como falsa “re-flexión estética”.
Don Quijote se deja llevar, al fin y al cabo, por un supuesto realismo, que le hace renunciar a sus novelas de caballerías y a sus andanzas de patio (aventuras en todo caso en una tierra utópica) y regresa, estética pero secundariamente, a los brazos de la muerte. Se somete, resulta vencido, surge como un viejo chocho y desvencijado sin más promesa que la muerte. El Cervantes del primer tomo de El Quijote, recula en el segundo tomo, deja la simple burla que en el juego de los espejos, había prometido dentro del primer tomo y solventa la imagen del Caballero de la Triste Figura en un frío retorno a una casa vacía que no promete nada más que la muerte, por tanto ya no es castillo ni abadía. Ya no hay más caballero, ni damiselas que salvar; pero, tampoco, una novela burlesca: solo mediante esta híper-estética, la primera novela moderna se vuelve ensimismadamente estetizante y, por ello, la modernidad se declara mediante ella como un violento régimen estético que busca la pureza de la realidad, sin el acoso demarcador y constitutivo de la imaginación, sin las marcas que nos permiten instaurar el sujeto desde la libertad.
Reconocer estéticamente la figura, por lo tanto, acaba con la necesidad, simplemente, de señalar marcas en el camino. Toda figura supone una tristeza innata que no nos da ningún margen para la constitución, para la efectiva diferencia. Cervantes lo vio, sin duda, y tomó dos posturas diferentes en su propio recorrido literario. Redujo el Golem que había producido creativamente (el Quijote es el más moderno ejemplo, sin duda de este viejo mito del no-muerto, incluso antes de que surgiese el monstruo de Shelley) a un simple muerto ya sin vida ni búsqueda ni alternativa.
Al fin y al cabo, el Golem se detiene y encuentra que no hay huellas que perseguir, que no hay camino que transitar. En ese momento, cae efectivamente muerto, sobre el polvo con el cual se confundirá para siempre y paulatinamente en un estético abrazo con la muerte, porque descubre que no hay ningún alma más que la búsqueda del alma. Para morir no hace falta alma sino llegar a la plena convicción de que ésta no existe. Ya no es posible marcar más, por lo tanto, el mundo: la serialización se detiene. El fantasma es vencido por la impronta del tiempo que no da sitio para ninguna otra búsqueda. Al final de un régimen instituido desde la estética pura, sólo cabe la muerte del sujeto. Hitler fue terroríficamente intuitivo al reconocer esta compulsión propia de la modernidad, instaurada sobre un retorno dialéctico desde la estética.
Los regímenes totalitarios, los torturadores sin más, los regímenes policiales y militares y, en general, la sociedad acosadora de nuestros tiempos, están sobremanera interesados en la tristeza de la figura como fundamento estético (y su respectiva desestructuración ética) Reducir el sujeto exclusivamente a una condición de silueta bidimensional es reducir la vida a una demarcación propicia para el poder. En este sentido, el poder, también sabe hacer trampa. Pero el poder resulta, no obstante, esencialista por naturaleza. Cree en las identidades y en la destrucción de las mismas, sea a través de la destrucción de las almas o de los cuerpos. Demarca, pero se centra en la distancia en cuanto simple efecto óptico y destruye la diferencia que es el único resultado de aquella. No puede ver más allá de la distancia, esto es, no pude ver ni la fractura ni los puntos que se instituyen como condición de posibilidad de aquella.
El poder resulta inoperante en el reino de lo estratégico. Su voluntad de dominio siempre se ejerce como una voluntad de demarcación pura, mediante la superación atropellada de la distancia, olvidando las marcas y las referencias. Por eso Orwell insistió tanto en “1984” , en que el poder se ensaña como dominio absoluto al definir con certeza el contorno de la figura. Solo así, sólo mediante le miedo, el horror esencial, el sujeto puede definirse plenamente, y en consecuencia, Winston Smith puede ser degradado a la condición de que efectivamente ama al Gran Hermano: en ese momento se convierte en un muerto viviente. V en “V de venganza” enseña violentamente esto a su no-discípula Evey Hammond: le enseña a no tener maestros. Por ello, la vendetta no resulta un asunto de correcciones políticas sino de demarcación y des-marcación del sujeto más allá de cualquier figura esencializada.
No es otra razón, por la que “V” enfatiza en su propia figura burlesca como no-figura, como parodia. “V” no es un héroe, esto es, un sujeto plenamente delimitado por su oposición a un régimen totalitario (encontrar en todo caso un tal régimen que no lo sea se plantea no como antiutópico desde el punto de vista literario sino como terroríficamente realista), sino que es sujeto porque se marca y se desmarca en un juego que es equivalente a toda resistencia: carece de figura. En última instancia, su enseñanza es simple: no existen los héroes; y que la tristeza no es dada sólo como un recurso que se burla de la risa, porque aquella siempre se ha burlado de la tristeza. Entre una y otra radica la humanidad del simple patetismo que todos cargamos en la espalda. No podemos dejar de ser el Golem, pero a veces debemos olvidar un poco la cuestión. La vida se sustenta en una sabia dosis de cinismo y de ingenuidad.
Las máquinas del tiempo
El tiempo es y ha sido siempre el Gran Hermano. El gran seductor. El opresor por excelencia. El aliado de la sociedad del terror. Contra el tiempo, y no contra la estupidez, como nos diría Asimov, los propios dioses luchan en vano (véase al respecto la novela “Los propios dioses”) Contra el tiempo, todas las batallas se pierden antes de haber comenzado y sin haber dado lugar a una sola estrategia ni a un solo despliegue táctico u ofensivo. Por ello, mejor no intentar evitar las trampas y las tretas mediante las que se burla el tiempo de nuestras vidas, jugando, en el acto, su propio e inevitable juego. La ventaja del juego no es, simplemente, que permita ciertos movimientos o ciertos recorridos, sino que resuelve el dilema del sujeto, esto es, la cuestión de las marcas, de las posiciones. Las trampas y las tretas no sólo son cosas en las que se cae ingenuamente, sino lugares donde podemos guarecernos en lo estructuralmente efímero de los instantes: uno puede caer en ellas, a diferencia de Winston Smith, si así lo quiere; pero, para ello, es necesario saber de su existencia. De ahí la necesidad evidente de caer en ellas, es decir, de jugar siempre el juego.
El juego es una cuestión política. El gato y el ratón, por lo general, lo saben. Por ello el tópico. El gato sabe, de antemano, que su sadismo le hace vulnerable: esconder el deseo le resulta imposible, ya que está condenado a la acción puesto que, como gato, le es imposible la simple sublimación del deseo. Por eso necesita, inevitablemente, del ratón. El ratón, por su lado, sabe que tiene poco margen de escapatoria y que, en todo caso, hacerse el muerto no es estratégico frente a los evidentes instintos de cazador que juega de su poderoso enemigo. Por ello finge que escapa, mientras vive unos minutos más, mientras busca una salida efectiva y, quién sabe, tal vez, mientras le es dada una escapatoria en el marco de lo posible. El ratón no resulta, en ningún, un sujeto primariamente masoquista; simplemente asume desdoblada pero críticamente y mediante el juego (a diferencia del segundo Quijote) el realismo de su situación, pero encausado por la esperanza. En este sentido juega y espera. El juego es una cuestión radical ligada con el tiempo: en el mejor de los casos, la madriguera y el queso de aroma exquisito se vuelven una promesa cumplida. Sólo esa promesa le hace tolerable la vida en la infamia y en la persecución-juego de que es objeto.
Las trampas contra el tiempo sólo pueden darse en el tiempo, como simples juegos de “escondido”, de escapatoria y descubrimiento; pero, juegos y tretas, al fin y al cabo, no deben ni pueden buscar la victoria (es decir, no establecen ni una diferencia ontológica sobre los hechos ni un discernimiento ético respecto de las marcas y las serializaciones), sino, que sencillamente se deben instituir como artificios gnoseológicos, como dispositivos para nuestra comprensión y nuestra ubicación como sujetos humanos en el mundo. Por ello, como hacen los niños, nuestra principal tarea es la de construir máquinas del tiempo, fingiendo graciosa y burlescamente, que hacemos otra cosa. Cuando los niños juegan, es decir, cuando efectivamente hacen cosas realmente serias, el tiempo simplemente pasa, como si tal hecho no ocurriese.
Por eso, la sola idea de dar crédito a la existencia de la sicología infantil tal y como ha sido entendida por el pensamiento positivo no puede resultar más que de una estupidez mayúscula y soberana. Y aquí sí tiene razón, entonces, Asimov, decano de la ciencia ficción, que siempre dijo algo más en las aparentemente más inocentes de sus obras, calificadas, por ello y de manera apresurada (por quienes tienen demasiada prisa en crear estancos para todo acto intelectual), como políticamente incorrectas, cuando menos o, cuando más, como políticamente reaccionarias. Estas opiniones, en todo caso, parecen no saber nada de juegos y sólo buscan (con perdón también de Arthur C. Clarke, que no quiso por supuesto y en ninguna forma decir tal cosa) que lleguemos sin atajo alguno al “final de la infancia”.
© Maynor Antonio Mora (2011).
("The fracture, the distance, the look").
("The fracture, the distance, the look").
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