viernes, 2 de marzo de 2012

El tiempo esférico

La constitución, es decir, por un lado, la existencia cuestionada del sujeto moderno y, por otro, la articulación del vínculo social sobre la base de dicho cuestionamiento, se presenta, desde un principio como problemática. Sin embargo, no queremos adelantar criterio y que se dé una falsa señal: la solución alrededor del problema de la constitución no gira en un retorno, de todos modos imposible, a la hipótesis moderna de un sujeto acabado o “definitivo”. En ninguna forma, se busca defender esa idea. Al contrario, si la historia se piensa desde el marco de la libertad, ese sujeto de la modernidad originaria, no sólo resulta problemático (carente de una exacta determinación) sino que ha dado paso a nuevas formas mediante las que puede constituirse sin el recurso de una identidad y una voluntad extremadas, como reclaman las posturas más violentas de la modernidad bajo la impronta de la modernización ilimitada.
Empecemos la cuestión identificando el contexto en su apariencia: hoy en día todo parece estar en crisis. Desde la vida personal del individuo hasta el devenir de las sociedades y de la naturaleza. Por todos lados nos encontramos con la presencia de la crisis: crisis del sujeto, crisis económica, crisis de los valores, crisis ambiental, crisis urbana, crisis climática, crisis espiritual, crisis de la religión, crisis militar, crisis nuclear, crisis del petróleo, crisis alimentaria, crisis del agua, crisis médica, crisis de la salud, crisis del pensamiento, crisis de ciencia, crisis del arte, crisis de la historia, y un largo etcétera que no es necesario continuar. Lo característico no es que todo aparente estar en crisis, sino que el discurso de la crisis se haya impuesto por doquier, volviéndose omnipresente y, seguidamente, transparente y confiadamente “natural”. A nuestro criterio, esto no es gratuito.
En los últimos treinta años ha habido un cambio sustantivo en los sistemas de identidad y de percepción social. Los siglos XIX y XX estuvieron marcados por una evidente eclosión de los discursos de la evolución y por una centralidad de los sistemas de observación en la constitución problemática del futuro. Las teorías evolutivas (de las cuales la teoría desarrollista en la economía positiva y la teoría revolucionaria desde la rivera del marxismo) prometieron, con mayor o menor énfasis, la transformación de la historia hacia “estados superiores”. Esta transformación estaría acompañada por aquello que Ernesto Guevara de la Serna denominó “el hombre nuevo”. Es decir, la evolución social sería correlativa de una evolución de la persona, del individuo y, en general, del sujeto. La modernidad vigecimonónica, sobre todo, no podía pensar una cosa sin la otra. No podía haber “sociedad nueva” sin “hombre nuevo” y, viceversa. Esta demarcación del devenir supuso dos problemas, sobre los que consideramos necesario detenernos brevemente.
El primer problema se materializa alrededor de la existencia del tiempo como espacio. La idea de evolución supuso una topología temporal que abandonó la explicación de su propia génesis. El marxismo y en especial la escuela crítica de Frankfurt fueron algunos de los pocos modelos de pensamiento que intentaron una aproximación a este problema. Dicha topología estaba dotada de una cualidad híper-expansiva, cuyos efectos sobre la colonización social y biosférica conocemos hoy con creces. Sin embargo, hacia lo interno de la constitución social, la topología evolucionista estaba produciendo un nuevo tipo de persona, de individuo y de sujeto. Concentrémonos en este último, ya que es partir del mismo que se gestan todas las otras categorías ligadas con la institucionalización de la vida humana.
La topología temporal evolucionista, a la vez, que suponía, precisamente, una expansión en términos de un espacio absorbente, colonizador y mutagénico, prometía al sujeto un horizonte de trascendencia. Empero, dicha trascendencia era una contradicción de principios. Si la evolución, como temporalidad topológica (especialización de la modernidad) era, por naturaleza, absorbente, no podía otorgar trascendencia al sujeto. Dicha topología era una topología infra-liminal, es decir, cuyos límites estaban instituidos hacia adentro y no hacia un potencial afuera. Dicho en términos también topológicos, el sujeto instituido por la imposición del ethos evolucionista moderno, no tenía ninguna forma de trascender en tanto estaba constituido, existía y tenía sentido solo en el marco de la infra-liminalidad cóncava, o bien, en los límites de un infinito recorrido por los mismos límites eternos de dicho ethos.
De aquí se derivan dos situaciones más. Por un lado, el efecto espacialmente colonizador de la modernidad y la consecuente destrucción de la exterioridad social y ecológica. Sobre este efecto no tenemos tiempo de detenernos, pero ha sido ampliamente estudiado desde diversos paradigmas teóricos, como es el caso emblemático de la filosofía de la liberación. Lo que sí deseamos remarcar, es que dicha voluntad de colonización, no parecía tener ningún límite en cuanto proceso de expansión cultural, habiendo absorbido, al día de hoy, gran parte de la “sociosfera”. Esto significa que, en el mismo proceso colonizador, del ethos cultural evolucionista, es decir, en su propia marca constitutiva, se estaba dando fin a todo posible criterio de trascendencia, es decir, dado principalmente por un marco cultural exterior o bien, por una firme creencia en las posibilidades de la comunicación ínter-cultural, en toda la radicalidad propia de este término. La modernidad no sólo colonizó sino que cerró las fronteras del tiempo al clausurar el espacio como marco de posibilidad de la libertad.
Por otro, esta imperialidad de la colonización espacial, al híper-inflar liminalmente la realidad natural y social, deja al sujeto sin efectiva alteridad. La conquista del espacio aparece no sólo como un evento histórico-económico y cultural en general, sino como un evento de socialización que no podía cumplir lo que prometía: la libertad del sujeto como libertad en primera instancia no respecto del tiempo cronológico sino, ante todo, del tiempo espacial. Desde la antigüedad, el viaje denota así la primera gran idea de trascendencia. El viaje, a diferencia de la brutalidad sin mediación de la colonización, no supone destrucción del entorno, sino una promesa de disgregación: en el mejor de los casos, no habría retorno al hogar, porque el afuera sería el nuevo hogar. Para el espíritu antiguo, para todos los pueblos no-modernos, el límite lo establecía el horizonte lejano del mar y la estelaridad de la vía láctea.
La idea del viajero y no la del colonizador, expresa con firmeza la ética de la antigüedad clásica, heredada por nuestro ethos cultural. Con sus bemoles y sus contradicciones, esto es lo que viven Marco Polo o Lorenz de Arabia, a diferencia de Cristóbal Colón o Francisco Pizarro. Sin embargo, tampoco, hay que caer en la una visión ingenua: detrás de los grandes exploradores y viajeros venía con toda su pesadez el instituto antropológico completo de la modernidad, incluida la colonización brutal y el capitalismo sin más; al menos, ahí y cuando fuese estratégico para el ethos moderno. La promesa de la libertad, visualizada como un tiempo espacial, era una trampa mayúscula. Como lo demuestra Robinson Crusoe en su isla, donde, necesariamente, debe tener a Viernes como su “fiel sirviente”. Robinson Crusoe es toda Europa él mismo.
Antes de la modernidad, el Imperio Romano había sufrido en carne propia esta limitación topológica, la cual explica su fluctuación histórica permanente y, finalmente, su desarticulación. El Imperio avanza siempre como una gran esfera. Sacrifica la estabilidad a favor de la expansión. Instituye el tiempo como espacio, al igual que la modernidad dominante de nuestros días. Por ello, la terrible resistencia que generó dentro y fuera de sus siempre fluctuantes fronteras. Pero, a diferencia de la modernidad, el Imperio Romano, no constituía un instituto antropológico absolutamente cerrado como marco topológico, en el sentido de carecer de discontinuidades ya que “sufría”, como parte de su estructura interna, de incontables porosidades sistémicas. El Imperio Romano adquiere la figura temporal de una gran esponja, a diferencia, de la modernidad, que se impone como una burbuja expansiva y liminal, que todo lo absorbe y convierte sistémicamente, sin posibilidad de escape, puesto que lo que es convertido deja de estar sujeto a una razón o criterio de exterioridad. Tal vez la comparación (más bien metáfora) sea extrema, o bien, las circunstancias históricas más concretas definan un contraste en otra ruta explicativa distinta a la del tiempo espacializado o tiempo topológico. Nos parece importante, sin embargo, dejar planteada dicha hipótesis.
Respecto de esta primera dimensión del problema de la promesa evolucionista moderna lo que podemos deducir es que, al espacializar el tiempo, necesariamente se paga como precio la clausura de la historia y, con ella, la posibilidad de una constitución trascendente del sujeto. ¿Por qué razón? Por causa de la misma liminalidad de la clausura, podría ser la respuesta. Al absorber el universo entero, con todos los otros ethos culturales incluidos, la modernidad demuestra con la conversión, que no es posible tampoco el escape allende las fronteras. El sujeto únicamente puede recorrer los límites de la modernidad, nunca superarlos. Este recorrido ocurre como una maldición de infinitud dada en la eternidad de las cosas. Frente a la modernidad, pareciera, y aquí no somos tan tajantes en la afirmación, que sólo cabe una lógica binaria: se es o no se es. Ser o no ser, el dilema de Hamlet. En realidad, la cuestión puede decirse espacialmente: estar adentro o estar afuera. Escópicamente, desde la misma mirada moderna, la pared no es, sin embargo, transparente hacia fuera, sino una sólida e infinita progresión cóncava hacia la eternidad. La metáfora que insinuamos sobre la modernidad no sólo es espacialmente sólida sino, a su vez, escópicamente infranqueable: el límite resulta especular, ya que nos devuelve groseramente nuestra propia mirada. Dentro de la modernidad, el viaje nunca termina porque ha empezado desde siempre. El sujeto moderno no es un viajero en el sentido clásico, sino un instante que se mueve infinitamente fijo en la eternidad.
El segundo problema del tiempo evolucionista moderno remite propiamente al tiempo cronológico y, por lo tanto, a la densidad de la esfera moderna. La idea originaria de evolución suponía varios principios implícitos. a) presencia de un plan, b) presencia de una génesis constitutiva como marco de posibilidad, c) determinación de un “norte”, d) seguimiento de una serialización. Todos estos principios se reducen en realidad a la misma cosa: la historia avanzaba hacia un estado preestablecido que suponía una mejora cualitativa en tanto potenciación, generalización, universalización o densificación cuantitativa de las condiciones modernas. En la realidad, ha ocurrido únicamente lo último y por una razón que ya hemos señalado: la concavidad estructural de la modernidad sólo podía tolerar un recrudecimiento de sus propias condiciones históricas, no la evolución en sentido estricto. La estructura se impuso, por lo tanto, como toda la realidad. Desapareciendo la diferencia teórica entre apariencia y esencia, entre hecho y estructura, entre acción y condicionamiento, entre manifestación y latencia, entre marcación y serialización, entre efecto y causa.
En las primeras etapas de la modernidad avanzada (en especial en el siglo XX), se requiere de poderosas ideologías asociadas todavía a esta idea de una mejoramiento supuesto siempre como una densificación. Operada por lo general en el marco del futuro trascendente. El advenimiento (no de la ideología sino más bien) del fin de las ideologías bajo la figura de una única ideología (la crisis) supone no que aquellas se hayan terminado en cuanto tales sino que ya no son necesarias como marcos de justificación de la actividad muta-genética de la modernidad. Las ideologías decaen por desuso, no por su potencial ineficacia política. El fin de las ideologías constituye una metáfora plausible no del acabamiento sino de la sustitución del discurso por la impronta densa de la realidad. La diferencia aquí es sutil, porque en términos de los eventos históricos, las cosas siguen siendo más o menos las mismas. Lo que ha cambiado es la actitud frente a los mismos. Y, más que la actitud, lo que ha ocurrido es un quiebre de la ética de la modernidad, hacia un realismo extremo y totalitario, como nunca antes en la historia humana. La posición del sujeto no cambia un ápice, lo que cambia es la mirada, en tanto ésta desaparece en un acto de auto-contemplación narcisista de la misma modernidad. De ahí, que la misma pregunta por el problema de la constitución y su relación con las alternativas desemboque inevitablemente en una pregunta por la ética.
Como esfera autocontenida, la modernidad difícilmente puede verse a sí misma desde un acto analítico o positivo puro. De aquí se deduce en parte el fracaso de las ciencias sociales de las últimas décadas, que las ha llevado hacia la tecnologización de los saberes que organizaban desde el siglo XIX, en un intento explicativo del instituto antropológico moderno y cultural-humano en general, a través de la idea de sociedad, de economía y de política. El fracaso no radica tampoco en una pérdida de efectividad gnoseológica, sino en una pérdida de efectividad ética. Las ciencias sociales continúan realizando descripciones de serializaciones parciales de eventos, pero sin ningún efecto ético preciso. Pierre Bourdieu anunció esta debacle de las ciencias sociales y concretamente de la sociología desde la década de los 60 del siglo pasado en su libro “El oficio del sociólogo”. Hasta el momento, la hipótesis de Bourdieu en lugar de encontrar salida mediante la reflexibilidad crítica se ha recrudecido: las ciencias sociales se han volcado como el sentido común de la modernidad en su conjunto. Foucault diría tal vez, que se han convertido en instancias de normalización de la modernidad. Aún peor: las ciencias sociales constituyen en esencia la modernidad.
Esta falta de operaciones de observación ética, es la causa principal del fallo de las ciencias sociales. Pero, a la vez, supone una falla en la constitución ética del sujeto. Y en la consecuente naturalización de la vida del mismo y, en general, de la estructura completa de las sociedades modernas, desapareciendo de paso el principio de la libertad. Desde el comienzo de las ciencias sociales, hubo cierta claridad sobre la necesidad de un quiebre ético. Las ciencias sociales nacen a la vez como ciencias nomológicas y como ciencias nomotéticas. Sin embargo, el quiebre ético estaba dado por la comunicación de estas dos esferas gnoseológicas, pero en referencia a la ruptura radical del viejo orden (el antiguo régimen, dirían las y los franceses) Comunicación que ha decaído en función de una determinación de la naturaleza nomológica por la determinación nomotética. Es decir, en una determinación de la analítica por la normatividad tecnológica.
La falla de las ciencias sociales es intrínseca al particular modo de realidad. Igual que la pérdida de la reflexibilidad ética desde el sujeto. Estos dos efectos, producto de la naturalización de la realidad social, mediante una híper-densificación de los eventos culturales intrínsecos a la modernidad, suponen que, en el marco de la eternidad cóncava de esta última, los eventos no siguen serializaciones establecidas en un marco temporal lineal (como imagina, no obstante, la modernidad, incluyendo algunas de sus ramas críticas) sino todo lo contrario, en un marco temporal circular, esférico, liminal e infinito. Dentro de este marco el futuro es idéntico al presente y éste, al pasado. La evolución no puede entenderse, entonces, más que como una amplificación de los sistemas de serialización y de observación intrascendental (en el sentido técnico exacto de este término) hacia adentro de la misma modernidad. La crisis enuncia esta circunstancia, al despojar al sujeto de una posibilidad de resolución de sus carencias en el marco del futuro, único lugar donde puede operar todo principio de trascendentalidad, superada la barrera espacial. La naturaleza intrascendental de la sociedad actual la vislumbra únicamente como recrudecimiento de sus propias condiciones. La visión de la crisis supone un paso intermedio, del despojo ideológico del sujeto, hacia una condición cuando ya no sea necesaria ninguna ideología, ni siquiera la idea misma de crisis.
Sin embargo, todo este proceso no resulta gratuito desde un marco ético. La sociedad intrascendental instrumentaliza al máximo al sujeto. Ella se convierte en un alma que se impone. Al anular el principio de la trascendentalidad, es decir, de la libertad, convierte al sujeto (un instituto antropológico creado por la misma modernidad para garantizar la ejecución inicial de sus propios procesos de operación en términos políticos) en instrumento. En un trozo de carne no-muerta que porta a lo interno de su realidad, que aparece entonces espectralmente. Cuando la instrumentalización del sujeto sea total y cuando ya ni siquiera se requiera el discurso de la crisis, la sociedad espectral y el sujeto mismo habrán desaparecido, dando paso a la sociedad robótica. La pregunta que deviene es, si, para ese entonces, existirá aún vida humana sobre el planeta. El paso de la sociedad del sujeto a la sociedad espectral y de ésta a la sociedad robótica, indica la ruta hacia la destrucción de toda especificidad del fenómeno antropológico en el planeta.
© Maynor Antonio Mora (2012).

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