El dominio de las formas
Las nuevas formas de entender la realidad histórica asumen la prerrogativa de la “forma”: lenguaje informático, lenguaje administrativo, lenguaje pedagógico, lenguaje jurídico; es decir, el lenguaje de las tecnologías y no tanto el lenguaje “puro” y “positivo” de las ciencias, como se planteó en los comienzos de la modernidad.
En el caso del lenguaje informático, la situación es todavía más grave, porque se define, a su vez, como “el lenguaje del pensamiento”. Incluso en las teorías positivas de la mente, el binarismo se postula como metáfora plausible del cerebro (se ha insinuado incluso que las neuronas funcionan únicamente como unidades electro-químicas de apertura/cerradura); siendo el cerebro, más bien, una entidad multidimensional y compleja, sometida a una adaptación masiva en los últimos millones de años, de la cual el binarismo puede ser, ciertamente, una forma de manifestación, pero, de ninguna manera, la única.
El binarismo, por lo tanto, como metáfora de un camino hacia una teoría de la inteligencia en general parece, por ahora, un camino no muy feliz. Entorpeciendo la posibilidad de lo que denominamos recursividad cognitiva, esto es, la posibilidad de que formas no-humanas asuman inteligencia en el sentido humano o semejante al humano, como ha previsto, desde hace décadas, la ciencia ficción “hard” y el “ciberpunk”.
El domino de la forma tiende a la fijeza de las cosas, a la detención del pensamiento como actividad reflexiva sobre su propia actividad. La fijeza de las cosas (la inutilidad de una sola marca que, por lo tanto, no aparece como tal, es decir, ni como distancia sujeta a un potencial movimiento ni como serialización operada en el marco de la distancia pero, ante todo, del tiempo) denota, de manera similar, una posición estructuralmente inmutable, es decir, que no produce discontinuidades ni ruptura del flujo, mientras que estático alude a detención simple del movimiento, en función de una serialización que resulta “paralizada”, detenida, por primera vez en la historia humana a favor del dominio híper-real.
En la sociedad actual, contradictoriamente, el sujeto mantiene una postura fija en tanto nunca resulta estático, en tanto siempre se mueve o es movido cual títere en función de la dinámica topológica de la expansión y el henchimiento de la realidad; misma que, como ya vimos con cierto detalle, tiende a fugarse, no tanto de una constitución crítica y razonada sino, en una naturalización horrorosa que cuestiona todo alcance del dominio del principio de la libertad y de la voluntad sustentada en la ética.
El perpetuo movimiento, mantiene la estructura; el movimiento nos incrusta en la fijeza. Los trabajadores parados (las y los desempleados) que se mantienen en esa postura están fijos pero nunca estáticos: sirven por igual (que los demás productores, trabajadores y consumidores) a la economía mundial, esto es, a la lógica estructural y estructurante del capital. Por ello, no existe nada que pueda denominarse “marginal” en el nuevo orden socio-cultural y económico global. Ya nada queda sujeto al azar o a la libertad. Pero, a diferencia de “1984” , novela de Orwell, no se requiere de demasiados Ministerios del Amor, por tanto, ya los portamos como estructuras de nuestra propia conciencia. Nuestro mundo social se parece mucho más al mundo huxeliano de “Un mundo feliz” donde la felicidad es un sucedáneo y donde la tristeza ha sido extirpada como criterio de discernimiento. Sin necesidad de drogas, pero con una disposición casi infinita de prótesis y sucedáneos.
La presencia histórica en los últimos dos años de “Los indignados”, que abandonan en alguna medida la condición de estar simplemente parados (o sujetos a la lógica fina del capital), dejan, a su vez, de estar bajo el dominio del simple movimiento continuo y del flujo indetenible de la realidad, al romper mínimamente su fijeza. En cierta manera rompen “la forma del sistema”, actúan contra-sistémicamente (con el peligro, sin embargo, que la realidad dominante los re-absorba rápidamente, como una más de sus metáforas hechas realidad, y descubra en el nomadismo de quienes buscan otras opciones de existencia, una vertiente más para su sobrevivencia como sistema: de hecho alguna novela de ciencia ficción ya ha insinuado la cosa, al plantear el “nomadismo urbano”, así como la “exploración de la ciudad”, como la nueva forma de la estética)
Brian Aldiss en uno de sus más valiosos cuentos (y que, sin duda, da alguna pista para el filme “Dark City”) nos relata la existencia de una ciudad que no tiene límites. Por más que se viaje, no existe un más allá de la ciudad. Todo el mundo y en todas las dimensiones clásicas (adelante/atrás, arriba/abajo, afuera/adentro, aquí/allá, cerca/lejos) dejan de tener sentido, por tanto es la ciudad el sujeto y no los sonámbulos humanos que creen habitarla. Por ello, no queda más que convertirse en explorador o exploradora de la ciudad o someterse a la locura de intentar lo que no se puede: buscar el límite, el lugar donde este engendro tecnológico llamado ciudad tenga un fin plausible. En la historia de Aldiss, metafóricamente, no hay tal: la alternativa (el tren, el metro) sólo lleva al infierno, al mismo lugar de partida.
La realidad tiene un movimiento de expansión, reordenamiento perpetuo y, no obstante, logra esto mediante, la fijeza del sujeto, mediante la linealidad de su devenir (estructuralmente hablando) Por ende, no hay contradicción respecto del carácter movible pero a la vez estático del sistema-mundo como lo denomina Wallerstein. Acá depende del punto de observación y de las diferencias entre los diversos puntos: desde afuera (criterio del observador trascendental, digo Dios o el sujeto clásico de la ciencia), el sujeto en su cotidianidad (que ve todo como aparente cambio innovador), el sujeto reflexivo (que intenta ir más allá de su primera postura y desacelera o invierte el movimiento), el sujeto híper-estetizado, que cree que la pureza de las formas es criterio posible de liberación, etcétera.
La metáfora usada hasta ahora en anteriores entradas del presente blog entiende la realidad como densamente infinita, pero a la vez sometida a un estado diferencial de la homogeneidad promedio de dicha densidad. Imaginemos la cuestión como si fuese la atmósfera joviana, como una superposición de corrientes en apariencia caóticas, si uno la viese en un punto o lugar específico, pero, a la vez estable, estructurada e impenetrable como un todo. Por ello, decimos metáfora, para que tampoco esta forma lingüística nos atrape en una esquina sin salida.
Los “post-discursos”
El principal discurso post con el que nos enfrentamos hoy es tema de la crisis, frente al que sin duda se opone, más bien, las posibilidades de transformación del sistema-mundo que habitamos. El futuro no resulta en ninguna forma claro, a su vez que el proyecto de las ciencias sociales no tienen un horizonte de inteligibilidad más allá del análisis del movimiento de ciertas variables, relacionadas, a su vez, con un conjunto muy amplio de preguntas (problemas) sobre la realidad actual, sin cuya primera y previa respuesta no es posible la construcción de ningún escenario plausible sobre el futuro.
Por ello, a partir de dichas variables y preguntas, depende el movimiento futuro de la realidad en su triple posibilidad: a) que siga siendo igual, b) que ya no sea la misma, c) que deje de ser realidad. A la par de la categoría de crisis, como vimos atrás, se opone la de “colapso”. La primera, simplemente conlleva a una hiperinflación óntica (no tal vez, o no todavía, ontológica) del modo de producción capitalista (como modo de producción de la realidad) y no supone, en ninguna forma, su destrucción, como se ha insistido reiteradamente en diversos medios. La segunda, asume la misma condición de existencia del capitalismo, pero introduce además la tenebrosa idea de que, con un potencial colapso del capitalismo, también pueda colapsar la realidad como instituto antropológico..
Ni la crisis promete una liberación ni el colapso la constitución de una alteridad ontológica centrada en la vida. Ninguna de las dos, pues, resultan categorías políticamente eficaces para la construcción de un mundo mejor, sino que portan un simple valor (¿agregado?) de carácter analítico. Sin embargo, esto no depende de nuestras buenas o malas intenciones, sino de la misma forma en que se instituye la realidad humana, aunque en el marco de nuestra postura ética y de lo que hagamos o no hagamos en nuestro propio momento histórico de existencia. Por ello, no se busca plantear una idea “aleccionadora” en ninguna forma en cuanto a insinuar la instauración de la utopía: sólo señalamos, la presencia del sujeto. Alrededor de él, todo es posible. El sujeto no debe mover un dedo, sino que debe mover el universo entero alrededor del dedo, como le dice un niño en “La Matrix” a Neo respecto de una cuchara. El sujeto, ese terrible Golem moderno, es una cosa inconclusa y fallida y, por ello, con un potencial radical y tremendo de realidad. Por ello dos razones por las que no claudicamos de la modernidad: a) porque esto resulta imposible del todo, por tanto existimos y, aún más, somos parte de ella; y, b) porque creemos que esa cosa que la modernidad creó bajo el nombre del sujeto tiene todavía posibilidades de reconstruir la historia en función del principio de la vida.
En segundo lugar es necesaria una llamada de atención sobre el problema del solipsismo que se cuela en el pensamiento moderno, por un lado, y en los procesos de constitución de la identidad, por otro. El solipsismo es el último recurso de la razón fóbica y, por otro lado, una metáfora de la densificación del ethos moderno, mismo que puede llevar al acabamiento del sujeto y por ende a un solipsismo ya no epistemológico sino ontológico. El solipsismo excluye cualquier peligro frente al mundo, eliminado al mundo. Si la salida del solipsismo es fácil, salirse de él con el uso de las mismas herramientas categoriales que nos da la filosofía y las ciencias sociales resulta un problema mucho más espinoso.
Hasta ahora, la modernidad y en general el pensamiento, han opuesto la presencia del sujeto a lo eterno. En realidad, el sujeto se opone más bien a lo finito. El sujeto, enuncia, mediante la pesada redondez del discurso, de las categorías, y de la misma demarcación de la realidad (desde su necesaria fractura), la existencia de un ente eterno e infinito, que carece de ser (como se señalaría en la filosofía clásica: ente y ser son idénticos dentro de la modernidad) El sujeto busca, por lo tanto, un retorno a la finitud de lo Uno (el Budismo nos da una explicación más clara de este problema, aunque desde un ethos más antiguo, y quizás “sabio” en el sentido tradicional de este término), a la nada única, finita, vacía y carente de marcas.
Frente a la flagrante, pero a la vez poderosa idea del solipsismo, recurrimos a lo ya dicho: la marcación de la realidad supone una fractura, que se instaura, luego y por medio de la mirada. La presencia del sujeto no está garantizada así por su ensimismamiento extremo, sino por su fragilidad eterna y constitutiva. Las marcas y la ruptura de la realidad, suponen, antes, ahora y después, siempre por adentro, lo eterno de un mundo que nunca se puede recorrer ni trascender, en términos de la insistentemente recurrida idea de un “afuera” de la realidad. No existe afuera, sencillamente, porque no es posible el “solonticismo”, esto es, la unidad silenciosa de la realidad: cuando la realidad nace, ya se han clausurado para siempre las puertas de la nada. La realidad en cuanto tal, es una cosa fracturada y eterna, que contiene una cantidad infinita de marcas y, dentro de la cual, cada recorrido resulta también una marca más.
Así la conciencia y el sujeto no están atrapados por su propia circunstancia subjetiva, sino por la circunstancia objetiva que les hace posible constitutivamente. Esto no resulta en ninguna forma algo nuevo como idea, pero sí resulta dificultoso de asimilar para una cultura como la nuestra, centrada en la idea de trascendencia entendida como acercamiento a una eternidad inalcanzable y no, al contrario, de trascendencia como unidad silenciosa en la que ya no tendría presencia el sujeto mismo. En todo caso, la marca específica de cada muerte humana, constituirá o no, prueba de tal condición ontológica de eternidad: eternidad por todos lados, incluso en la muerte.
La muerte, por lo tanto, solo supone un corte en una serialización de marcas, y nunca, la resolución ontológica del mundo en la finitud de lo unitario. Por ello, todas las muertes del pasado nos siguen perteneciendo como marcas y son también nuestra responsabilidad, por su específica fluctuación ética, esto es, por su relación con la memoria colectiva y con ella con un grado posible de paz para nuestro propio espíritu. Como en la película “Fantasía Final I”, efectivamente: el “espíritu habita en nosotros”.
La “teoría de la complejidad”, aparte de ser una las manifestaciones más serias de la búsqueda de salidas al problema actual del conocimiento, resulta un discurso reiterativo de lo obvio: la complejidad de la realidad. Desde siempre, las ciencias positivas, las más duramente criticadas por los denominados “nuevos paradigmas” dijeron esto en una o en otra forma. Que la realidad es compleja es efectivamente cierto, no parece haber discusión. El problema de la complejidad no es, por lo tanto, un reconocimiento ontológico, sino un problema gnoseológico: ¿Cómo enfrentar, desde el pensamiento, un conjunto específico y serializado de marcas, lo que resulta complejo, eterno e infinito?
De ahí que el “pensamiento complejo” haya tendido a convertirse en una ideología hiper-naturalizadora de la realidad, sin que la presencia del sujeto en general y de la mente en específico, parezca poder salir de un varadero donde quedarían atascados por una sobre-determinación dada como absoluta causalidad o bien por una aleatoriedad pasmosa de las series de eventos del mundo, y del paso de una serie a otra, sin posibilidad de fluctuación ética, es decir, sin fundamento último para la efectiva constitución en libertad del sujeto.
La teoría de la complejidad está muy cercana a la teoría del lenguaje. Mientras que la primera es una teoría del mundo sin sujeto, la segunda es una teoría del sujeto sin mundo, por tanto, en todas las cosas dichas o por decir, el mundo devendría sobre-determinado por el lenguaje y, por lo tanto, por el sujeto mismo o, peor aún, por el pensamiento. La serialización de las marcas mediante la que opera la mirada sobre el mundo, es, a su vez y sin duda, un conjunto de operaciones del lenguaje. El lenguaje, por lo tanto, es el mundo mismo. Es neecesario delimitar las posibilidades de la teoría del lenguaje como una teoría que, llevada al extremo, nos muestra una versión de la realidad poco cercana al espíritu utópico moderno clásico.
Sin embargo, es necesario intentar un quiebre, no por el lado de la ontología necesariamente, sino más bien, por el lado de la ética. El sujeto se constituye en la serialización de marcas que operan como parte de la relación fractura/tiempo. Y como acabamos de decir, es la ética la que permite un claro discernimiento sobre la constitución del sujeto. No la ética como simple análisis o conjunto determinado de “valores”, sino de la ética como fundamentación de nuestra propia conducta en el marco de la franqueza.
Si, desde la teoría del lenguaje, llegamos a la idea, de que es imposible la trascendencia de la eternidad hacia el silencio de la unidad, ciertamente el discernimiento ético, permite fluctuar esta condición radical de intrascendencia. Por ende, la trascendencia no está fuera del mundo, ni fuera del sujeto, ni fuera de la relación entre ambos. La ética es también un instituto antropológico que permite trascender, no el mundo, sino las condiciones analíticas mediante las que comprendemos el mundo. Por ello, siguiendo la ética en general y la ética de la vida en particular, la tarea del sujeto consiste, nada más y nada menos, que en fluctuar las coordenadas de la serialización. Lo que es lo mismo: la ética supone anteponer la libertad como condición de posibilidad de toda constitución futura del sujeto. Por ello, igualmente la broma de que todo el universo debe girar alrededor de nuestro dedo. Y, conste, no se trata en ningún modo de emular la actividad constitutiva de Dios.
Si el sujeto porta la misma nostalgia de la no-eternidad que porta el mundo (aquello que siguiendo a Butler, podemos llamar “razón melancólica”); en el proceso de serialización, mediante la que todo sujeto, en especial el individuo o persona moderna, busca instituirse en esa unidad siempre establecida un paso más allá (es decir, establecida a la vez fuera de la eternidad y de la infinitud y, por lo tanto, siempre inalcanzable, por cuanto alcanzarla es un contra-sentido ontológico), a su vez, reclama la política como una razón nostálgica. Existimos siempre bajo la impronta de un “dejavú” que siempre se mueve como criterio de demarcación liminal. Esta es la fuente última de toda justificación ética de nuestros actos en el mundo y, con ella, de nuestra necesaria solidaridad con el mundo, con el que compartimos, inevitablemente, dicha nostalgia.
Otro discurso post que entra en franca decadencia es el de las ciencias sociales, como intento sistemático por describir las condiciones de imposibilidad explicativa de las relaciones sociales en la actualidad. Esta imposibilidad deriva, sin lugar a dudas, de la paulatina transformación de las ciencias sociales en tecnologías, generando procesos de híper-realidad e híper-naturalización. Este es un efecto obvio, de todo el pensamiento científico.
Casualmente son las ciencias sociales las que han caído en crisis el mismo día de nacidas. No porque para algunas corrientes teóricas, fuese posible una homologación con las llamadas ciencias duras (o ciencias de la naturaleza, cosa cuestionada ya hasta el infinito por la epistemología crítica), sino porque las primeras intentaron dar cuenta de transparencias que no eran transparencias y de obviedades que no eran tales. Y en esta fluctuación, la modernidad, encontró una vía para su propia trascendencia como ethos en su conjunto y no tanto para el sujeto (aunque el marxismo siga insistiendo en lo contrario)
Sin embargo, no conviene rehuir de la ingenuidad marxista: la pedagogía marxista, lamentablemente también una tecnología, nos dio cierta claridad sobre una cosa sustantiva: sin sujeto no es posible la historia. Las ciencias sociales no pueden repetir, en un experimento gigantesco e histórico, lo que ya la imaginación había capturado desde antes. Esta repetición innecesaria de la historia responde al nombre de sistema. Por ello, las ciencias sociales han rodeando una y otra vez lo que resulta también obvio: si no es posible el gran experimento de la historia, entonces, sólo queda la prudencia de los sujetos que se comunican para constituirse de nuevo, una y otra vez, en agentes de una transformación sin las prótesis que las ciencias sociales han construido. No porque no resulten útiles, sino, más bien, porque resultan insuficientes. La vida hay que vivirla y sufrirla, pero no dos veces. En términos de la teoría del deseo, a lo contrario sólo se le puede denominar como masoquismo gnoseológico institucionalizado: casualmente, otra trampa tecnológica.
No pretendemos brindar, sin embargo, solución al problema, sólo insinuar algo: el regreso a las bases históricas de la filosofía social decimonónica europea. Esto no es una broma, si comprendemos, que tal regreso no es posible, y se encuentra únicamente en el futuro y en fraternidad con todos los ethos culturales humanos. Por ello, la insinuación para fundar un pensamiento social tanto más profundo como culturalmente complejizante.
© Maynor Antonio Mora (2012).
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